El respeto a los fallos judiciales, incluso cuando estos resultan impopulares o contrarios a las expectativas de amplios sectores de la sociedad, es un pilar fundamental para la preservación del Estado de Derecho y la fortaleza de la democracia. Este principio garantiza la efectiva división de poderes, evitando que cualquier autoridad o grupo social se sobreponga a las decisiones de la justicia, cuyo rol es impartirla con independencia y basándose en la Constitución y la ley.

Cuando se acatan las sentencias judiciales, se refuerza la legitimidad de las instituciones y se protege el sistema democrático frente a la arbitrariedad y el autoritarismo. La disconformidad con una decisión judicial puede y debe canalizarse a través de los mecanismos legales establecidos, como recursos o apelaciones, nunca a través de su desconocimiento, pues este último camino desgasta la confianza en el sistema, debilita la gobernabilidad y abre las puertas a la injusticia y la ilegalidad. Una sociedad que respeta las reglas del juego, incluso en el disenso, demuestra madurez cívica y un compromiso genuino con la democracia.

En una democracia sana, nadie puede estar por encima de la ley. Ni los presidentes en ejercicio, ni los expresidentes, ni sus hijos, ni sus aliados, ni sus enemigos. Cuando se rompe ese principio, lo que se erosiona no es solamente el respeto a las instituciones, sino la confianza de la ciudadanía en el Estado de derecho.

Uno de los casos más emblemáticos en este sentido es el del expresidente Álvaro Uribe Vélez, en el que una jueza determinó la medida de detención domiciliaria para Uribe dentro del proceso por presunto fraude procesal y soborno a testigos. Por primera vez en la historia, un expresidente era cobijado por una medida privativa de la libertad. Fue un golpe simbólico: la justicia actuaba, aún frente a uno de los líderes políticos más influyentes del país.

Más adelante, otro juez determinó que el delito era excarcelable, permitiendo su libertad mientras culmina el proceso. Lo importante aquí no es la decisión en sí, sino el hecho de que el sistema judicial actuó con independencia y bajo los principios del debido proceso. De una y otra parte las inconformidades no se han hecho esperar, pero respetar los fallos judiciales por incómodos o molestos para algunos, es un principio democrático.

Colombia ha tenido otras oportunidades en las que la justicia ha demostrado esa independencia frente al poder. Uno de los fallos más trascendentales fue el de la Corte Constitucional en el 2010, cuando se declaró inexequible el referendo que buscaba habilitar una segunda reelección presidencial para Álvaro Uribe. Aquella decisión salvó la democracia de caer en el personalismo perpetuo, y marcó un límite claro: el poder no es eterno, y debe estar regulado.

Asimismo, decisiones como la condena a Andrés Felipe Arias por el caso Agro Ingreso Seguro a pesar de haber sido ministro de Agricultura y figura cercana al uribismo, y la orden de arresto contra el entonces alcalde Samuel Moreno por el carrusel de la contratación, demuestran que el sistema judicial colombiano ha sabido, en momentos clave, actuar con firmeza.

El hecho de que las decisiones judiciales aún generen impacto político, que provoquen debate público y que sean respetadas, aunque a regañadientes por algunos sectores muestra que el sistema, aunque imperfecto, sigue funcionando. La clave está en defenderlo, fortalecerlo y, sobre todo, en exigir que se respete.