Hay momentos en que el alma se queda muda, en que las palabras, esas fieles compañeras que usamos para tejer nuestras historias, se desvanecen como arena entre los dedos.
La muerte de Miguel Uribe ha sumido a Colombia, a su sociedad y a miles de corazones en un silencio abrumador, en el que el corazón late con furia, pero la voz se quiebra. No es solo la pérdida de un hombre; es la fractura de un símbolo, de un ideal, de una chispa que iluminaba esperanzas en medio de la oscuridad que nos envuelve.
Miguel Uribe no era solo un nombre; era un faro, una voz que resonaba en las plazas, en los corazones, en las luchas cotidianas de un pueblo que clama por justicia, paz y dignidad.
Su partida, tan abrupta, tan injusta, ha dejado un vacío que no se mide en palabras, sino en suspiros, en lágrimas contenidas, en puños apretados que buscan sentido en el caos. ¿Cómo se expresa el dolor cuando cae alguien que encarnaba tanto? ¿Cómo se articula la frustración cuando el destino nos arrebata a quien parecía destinado a transformar nuestra realidad?
En las calles, en los hogares, en los cafés donde aún resuena el eco de sus discursos, la sociedad colombiana se mira a los ojos y encuentra un reflejo de desconcierto.
No es solo la muerte de Miguel; es la muerte de una posibilidad, de un sueño colectivo que él representaba. Las madres que veían en él la voz de sus hijos, los jóvenes que lo seguían como un guía, los ancianos que reconocían en él la fuerza de un país que no se rinde: todos, hoy, sienten que el aire pesa más, que el futuro se tambalea.
La desesperanza se cuela como un viento frío, susurrando preguntas que duelen: ¿Y ahora qué? ¿Quién tomará su bandera? ¿Quién hablará por aquellos que no se sienten representados por otros?
Pero en este silencio, en este duelo, late una chispa de resistencia.
Porque Miguel Uribe no era solo un hombre; era una idea. Y las ideas, cuando son justas, cuando arden con la fuerza de la verdad, no mueren. Su legado nos interpela, nos sacude, nos exige levantarnos.
No podemos permitir que su partida sea el fin, sino el inicio de algo mayor. Que nuestro dolor se transforme en acción, que nuestra frustración se convierta en lucha, que nuestra desesperanza se transmute en coraje. Cada lágrima debe recordarnos que su vida no fue en vano, que su sacrificio nos compromete a seguir adelante con más ímpetu, como él hubiera esperado.
Hoy, las palabras nos fallan, pero no el corazón.
Que el silencio que dejó Miguel Uribe no sea eterno. Que en su memoria encontremos la fuerza para hablar, para gritar, para construir. Aunque él ya no esté, su espíritu vive en cada paso que demos hacia un país más justo, más humano, más nuestro.
Por Miguel, por nosotros, no callemos. Sigamos con la pasión que él nos enseñó.