Colombia se hunde en un retroceso que evoca los días más oscuros de su historia, cuando magnicidios, terrorismo y grandes capos del narcotráfico marcaban el pulso del país.
El asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, baleado el 7 de junio de 2025 en un mitin en Fontibón, Bogotá, y fallecido tras dos meses en cuidados intensivos, resucita el espectro de los años 80 y 90, cuando líderes como Luis Carlos Galán fueron silenciados por la violencia.
En Huila, el representante a la Cámara Julio César Triana sobrevivió por poco a un atentado orquestado por grupos ligados a grandes capos del narcotráfico como Iván Mordisco, cuyas redes criminales se extienden desde Caquetá hasta Venezuela. En el Valle del Cauca, la gobernadora, Dilian Francisca Toro, y el alcalde de Cali, Alejandro Eder, enfrentan amenazas directas, un patrón que se replica en mandatarios locales desde Chocó hasta La Guajira, donde la intimidación busca doblegar la institucionalidad.
Carros bomba en Cauca, atentados en Cali que siegan vidas civiles, secuestros de soldados en Guaviare: la delincuencia actúa con una osadía que no encuentra contención.
Los grandes capos del narcotráfico, al frente de estructuras como el Clan del Golfo y la Segunda Marquetalia, financian el sicariato y siembran el caos, aprovechando un vacío de autoridad. En lugar de un liderazgo firme, Colombia está bajo la dirección de Gustavo Petro, cuyo discurso, atrapado en los años 60, mezcla incoherencia con un sectarismo ideológico que divide.
Sus palabras descalifican al sector privado, tildándolo de adversario del pueblo, mientras ofrecen interpretaciones sociológicas que parecen comprender la violencia en lugar de combatirla. Esta narrativa crea un terreno fértil para los criminales, que ven en la ambigüedad del Gobierno una oportunidad para actuar con impunidad.
Petro, envuelto en escándalos de corrupción como los desvíos millonarios en la Gestión de Desastres, proyecta una imagen errática que ahuyenta la confianza internacional.
Colombia, apenas tolerada por su peso geopolítico en América Latina, ve caer la inversión extranjera y envía al mundo un mensaje de fragilidad.
La delincuencia, al percibir esta debilidad, se envalentona, sabiendo que sus actos -extorsiones, asesinatos, amenazas- no enfrentarán una respuesta contundente, sino un análisis ideológico que desatiende a las víctimas.
Los colombianos, atrapados en este torbellino, enfrentan un dilema crucial: o nos unimos como nación, superando las divisiones que el discurso polarizante ha profundizado, para contrarrestar este rumbo de caos, o nos espera un país inviable, donde la vida misma o el exilio serán el precio a pagar.
La historia nos ha mostrado que la unidad puede doblegar al terror, como en los días en que el país enfrentó al cartel de Medellín. Hoy, esa misma cohesión es la única esperanza para rescatar a Colombia del abismo, fortaleciendo instituciones, apoyando al sector privado y exigiendo un liderazgo que priorice la seguridad y el bienestar sobre los sesgos ideológicos.