Colombia no necesita más ruido ni más líderes que confunden la arrogancia con firmeza o que creen que dividir es gobernar.

Necesita, con urgencia, un liderazgo sereno, sin odios ni venganzas, que no se alimente del conflicto como si fuera combustible político. Un liderazgo que, como el de Churchill en los días más oscuros, no necesite incendiar la casa para presentarse luego como el único capaz de apagar el fuego.

Colombia clama por un gobierno que no agite pasiones para distraer, sino que convoque convicciones para construir. Un liderazgo que no viva del antagonismo permanente, que no necesite enemigos imaginarios ni polarizaciones a la carta. Uno que no confunda gobernar con monologar, ni el poder con el resentimiento.

La política no es una guerra cultural interminable; es, como lo demostró Franklin D. Roosevelt, la capacidad de unir a un pueblo incluso en medio de la tormenta, no de fracturarlo con cada palabra. Un verdadero liderazgo no manipula instituciones ni llena cargos con obedientes sin mérito. No actúa como víctima mientras dinamita la institucionalidad.

Sabe, como lo sabía Margaret Thatcher, que el deber del poder es servir, no someter. El país no necesita más teatros de vanidad, sino estadistas que comprendan la dignidad del cargo que ocupan, que sepan que presidir una nación no es un acto de revancha, sino una práctica diaria de sobriedad y responsabilidad.

El problema actual no es solo de estilo, es de sustancia. Hoy tenemos un Gobierno sin norte, sin carácter, sin competencia. Uno que cree que la ideología reemplaza la gestión, que el tuit es política de Estado y que la consigna es más útil que el argumento.

Un Gobierno que genera desconfianza, porque no cree en nadie que no lo adule; que no se compromete con los problemas reales del país, porque está atrapado en una narrativa de enemigos y conspiraciones.

Colombia merece algo mejor. Merece un liderazgo en el que la vida pública y la privada no estén escindidas por abismos de hipocresía. En el cual no haya zonas oscuras ni secretos vergonzantes. Un liderazgo en el que la palabra tenga peso, el ejemplo valga más que el show, y el servicio esté por encima del cálculo político. Ese liderazgo no es una fantasía: tiene rostro y principios.

Se basa en las seis “C” que definen a quienes merecen dirigir un país. Competencia, porque gobernar no es improvisar. Carácter, porque sin principios, el poder se vuelve farsa. Comunicación, porque se gobierna explicando, no gritando. Confianza, porque el pueblo no sigue a quien le miente. Compromiso, porque no se gobierna pensando en el próximo titular, sino en la próxima generación. Colaboración, porque un país no se levanta desde el ego, sino desde el acuerdo.

Hoy, lamentablemente, tenemos lo contrario: un liderazgo que divide, improvisa, aísla y posterga. No estamos ante una visión de país, sino ante una caricatura de poder.

Colombia no necesita más caudillos inflamados. Necesita temple. Necesita estadistas. Y eso es lo que debemos buscar -y lograr- en las próximas elecciones.