En un país donde la seguridad es un anhelo colectivo, la moral de las fuerzas públicas —soldados y policías— es un pilar fundamental que sostiene la lucha diaria por protegernos.
Esta moral no es un concepto abstracto; es el combustible que impulsa a hombres y mujeres a arriesgar sus vidas en defensa de la sociedad, enfrentando peligros que la mayoría apenas imaginamos. Pero, ¿qué sucede cuando esa moral se erosiona? ¿Qué pasa cuando la sociedad, en lugar de respaldar a quienes nos resguardan, los señala, los deslegitima o permanece indiferente ante sus sacrificios?
La moral de la tropa se construye sobre una certeza: que la sociedad valora su esfuerzo. Cada soldado que patrulla en la selva, cada policía que enfrenta el crimen en las calles, necesita saber que su lucha no es en vano, que sus compatriotas reconocen el peso de su compromiso. Ellos no solo enfrentan amenazas físicas, como balas o emboscadas, sino también el desgaste emocional de operar en un entorno donde, con demasiada frecuencia, son juzgados con dureza.
Acusaciones generalizadas que los tildan de violadores de derechos humanos o de proclives a la arbitrariedad no solo son injustas, sino que minan la confianza de quienes entregan todo por nuestra seguridad.
La indiferencia social es el golpe más duro. Cuando los veamos, sonriamos, démosles un saludo, valoremos su esfuerzo; recordemos aquellas campañas donde ellos saludaban en las carreteras y la gente les respondía con afecto.
Ese vínculo entre sociedad y fuerzas públicas es el que debemos fortalecer. La apatía ante la muerte o el secuestro de un soldado o policía resuena como una traición. Cada acto de violencia contra ellos es un ataque a nuestra seguridad colectiva, y el silencio ciudadano agrava la herida. ¿Cómo podemos esperar que sigan arriesgando sus vidas si no sienten nuestro respaldo?
Es hora de cambiar el relato. Nuestros soldados y policías no son solo uniformes; son personas con familias, sueños y miedos, que eligen ponerse al frente por el bien común.
Cada día, enfrentan el caos para que nosotros vivamos en paz. Reconocer su valentía no implica ignorar los errores de algunos; implica valorar el esfuerzo colectivo de miles que, con disciplina y coraje, sostienen el frágil equilibrio de nuestra seguridad.
Por eso, la sociedad debe alzar la voz. Debemos rechazar la indiferencia y contrarrestar las narrativas que deshumanizan a nuestras fuerzas.
Apoyarlos no es un acto de ciega obediencia, sino de justicia. Cuando un soldado cae, cuando un policía es herido, debemos sentirlo como una pérdida propia, porque lo es.
La moral de la tropa es la moral de un país que se niega a rendirse ante la violencia.
Si queremos un país a salvo, debemos empezar por proteger el espíritu de quienes nos protegen. Su fortaleza es la nuestra; su lucha, nuestro futuro.