Los colombianos de edad avanzada reconocen que nunca se había visto en el país una situación tan confusa y preocupante, en asuntos vitales para la comunidad, especialmente políticos, económicos y de seguridad, como la actual. 
De manera progresiva se fueron incrustando en la sociedad antivalores que desplazaron a las buenas costumbres, provenientes aquellos de la codicia, el sibaritismo y el consumismo, que conquistaron especialmente a los jóvenes, seducidos por los altos ingresos y la ostentación de riqueza de personajes de farándula y por mafiosos.
Además, estos sedujeron a los muchachos para que se integraran a sus huestes, para realizar las tareas más riesgosas, que con frecuencia terminaban en el cementerio o en la cárcel, mientras los capos descansan en sus mansiones, contando billetes, disfrutando los favores de damas, ligeras de ropa y de pudor; y saboreando finísimas bebidas.
En la medida que las virtudes se devalúan, las actividades ilícitas, generadoras de riqueza, se imponen, hasta invadir escenarios insospechados, como la iglesia, porque pastores codiciosos no resisten la seducción de mafiosos devotos y generosos. A este proceso depredador, que se disparó cuando los capos salieron del clóset e incursionaron en negocios lícitos para lavar el dinero proveniente de actividades ilegales y en política, para controlar estamentos oficiales, el más apetecido el Congreso Nacional, además de autoridades regionales.
A los prósperos delincuentes se les quedaron rezagados legisladores y juristas, cómplices necesarios, que, obedeciendo leyes dictadas con ingenuo criterio humanístico, permitieron que las malas costumbres hicieran carrera, con argumentos de rehabilitación, castigos paternales e impunidad, está dramáticamente demostrada en los anaqueles de los juzgados, donde reposan vetustos expedientes, por falta de tiempo de los funcionarios para evacuarlos.
Procedimientos que pretendían humanizar la justicia, suavizar los castigos y descongestionar las cárceles confluyeron en alcahuetería, que la delincuencia, especialmente la llamada “organizada”, maneja a su conveniencia, con recursos legales y con otros, como la corrupción.
Un tango de tiempos idos decía que la pobre viejecita se había quedado muy sola con cinco medallas, que por cinco héroes la premió la patria. ¡Valiente gracia! Era la época de los delirios expansivos de Napoleón, cuando pretendió ser el emperador de toda Europa, incluida Rusia; locura que mucho tiempo después intentó Hitler. En ambos casos, la pérdida de vidas jóvenes fue dramática y fueron muchas las viejecitas europeas que tuvieron que llorar la pérdida de sus hijos. Ahora, la juventud, además de los conflictos armados, padece la esclavitud de servirles a los empresarios del crimen, jugándose la libertad y la vida. 
Ojalá los aspirantes a gobernar, en lugar de poner los ojos en elecciones futuras, para “redondear su gloria”, le aplicaran al país la terapia de una juventud educada, sana y productiva, para que los viejos del futuro puedan llorar de emoción y orgullo por sus hijos.