Hace años decían, cuando el comunismo estaba vigente, que “el que a los 20 años no es comunista no tiene corazón; y el que a los 40 todavía es comunista no tiene cerebro”. La guerra fría entre capitalismo y comunismo, que protagonizaron Estados Unidos y la Unión Soviética, estaba superada por países maduros en su trayectoria histórica, con sistemas de gobierno estables y exitosos, social, económica y culturalmente; además de sólidos en sus instituciones estatales, para garantizar prosperidad, bienestar y paz a sus comunidades.
Esas naciones adquirieron madurez institucional después de haber pasado por convulsionados procesos geopolíticos, guerras por el poder, conflictos para definir territorios y ambiciones de caudillos y castas, hasta que entendieron los beneficios de la paz y los pusieron en práctica, priorizando la educación humanística, el emprendimiento y la productividad, mientras consolidaban instituciones gubernamentales regulatorias, sistemas legislativos y jurídicos sabios y probos y relaciones internacionales armónicas.
Así garantizaban el desarrollo económico de las naciones y la superación de los individuos y su bienestar, por encima de caudillismos conflictivos y depredadores, que a lo largo de la historia sólo dejaron malas experiencias, que el razonamiento lógico de los pensadores y la sensatez de nuevos liderazgos cambiaron, para bien. Pueblos madurados a golpes, después de superar procesos bélicos y convencidos de los beneficios de la convivencia pacífica, han demostrado en decisiones democráticas ser superiores a sus dirigentes.
Estas consideraciones se inspiran en países ubicados en el noroccidente de Europa (Holanda, Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca), cuyos estados, especialmente monarquías constitucionales, discurren estables y prósperos, y sus comunidades, incluidos migrantes de distintas procedencias, registran los índices de calidad de vida más altos en el contexto universal, por los que suspiran los buenos estadistas de otras partes del mundo, que luchan por la superación social, económica y cultural de sus pueblos, en medio de luchas estériles protagonizadas por ideólogos despistados, que viven su propia guerra fría, mediocres, ignorantes y codiciosos.
Pero siéntense ahí, naturales de Latinoamérica y otras latitudes del tercer mundo, tómense un tinto y esperen, que no faltan sino 1.000 años, o más, para alcanzar la madurez de escandinavos y británicos. Ese tiempo faltaría para recuperar el atraso impuesto por los invasores europeos cuando arrasaron las culturas aborígenes (Incas, Mayas, Aztecas, Chibchas, Muiscas, Quimbayas y otras) y saquearon sus riquezas naturales, con el “noble” objetivo de “civilizarlas” y “cristianizarlas”, sacándolas de su primitivismo, por considerar que los nativos eran una exótica especie animal. Ese fue un retroceso cultural irreparable, porque los invasores no entendieron la trascendencia de las culturas que depredaban. Primó la codicia.
Volviendo a la disyuntiva entre capitalismo salvaje y comunismo paralizante, es insólito que gobernantes que pretenden cambios conduzcan a sus pueblos por ideologías trasnochadas, con visión de retrovisor, desconociendo nuevas realidades.