En varios países ya se discute si los jueces podrían ser reemplazados por algoritmos. La promesa parece irresistible: fallos más rápidos, sin corrupción, sin favoritismos, sin cansancio. Una justicia objetiva, calculada por máquinas incapaces de dejarse seducir por intereses personales. Pero detrás de esa promesa se esconde una paradoja: ¿puede haber justicia sin duda, sin compasión, sin ese temblor que atraviesa a quien sabe que una decisión marcará para siempre la vida de otro?

Frente a un robot, todos podemos ser culpables por nuestra humanidad. Porque solo los humanos sabemos lo que pesa juzgar… y lo que duele ser juzgados. La máquina obedece; nosotros dudamos.

En 1942, Isaac Asimov imaginó las Leyes de la Robótica: un conjunto de reglas simples para garantizar que las máquinas obedecieran sin dañar a los humanos. No era un manual de ingeniería, sino una parábola sobre el control y la ética. Un intento, propio de su tiempo, de creer que el futuro podía organizarse como un sistema lógico. Pero la vida -y la literatura- no caben en un manual, y mucho menos en un sistema que nunca ha sentido la grieta que deja una decisión difícil.

Piensa en Hamlet: “Ser o no ser”. Un robot no entendería el peso de esa pregunta. Su código dictaría: “proceder” o “detenerse” según la orden recibida. Hamlet habría resuelto su dilema en un solo clic, sin sentir el vacío de preguntarse si vale más seguir viviendo o dejar de hacerlo, sin enfrentar ese instante en que la vida y la muerte se miran y esperan su respuesta.

O recuerda Quo vadis: Pedro huye de Roma para salvar la vida, pero en el camino ve a Cristo y entiende que debe volver a enfrentar el martirio. Un algoritmo, optimizando la supervivencia, jamás daría la vuelta. Pedro habría seguido huyendo sin volver la vista atrás, sin escuchar la voz que lo llamaba a regresar, sin la certeza de que hay destinos que se cumplen incluso a costa de la propia vida.

Y en La Odisea, Ulises tarda diez años en volver a Ítaca porque duda, porque calcula, porque se deja seducir y se enfrenta a dilemas imposibles. Una máquina habría trazado la ruta más corta. Ulises habría llegado en días, sin demorarse en islas ajenas ni arriesgarse al canto de las sirenas, sin conocer el extravío que da sentido al regreso, ni la certeza de que a veces el viaje importa más que la llegada.

Así actúa un algoritmo: sin pausas incómodas, sin la carga de una elección imposible, sin la sospecha de que tal vez se equivoca. Calcula rutas, aplica reglas, maximiza un objetivo. Cumple la orden y borra la pregunta.

La justicia ciega siempre se ha imaginado imparcial. La IA llevaría esa idea al extremo: sin favoritismos, sin corrupción. Pero también sin rostro, sin saber lo que significa ser juzgado. Y ser juzgado no es solo recibir un fallo: es sentir el peso de unos ojos que te observan, el silencio antes de la sentencia, la respiración contenida. Un juez humano puede equivocarse, pero sabe que esa decisión lo perseguirá. Y quien es juzgado siente, como un frío en el estómago, que su vida ya no le pertenece: está suspendida en el aire, sostenida por la mirada de otro. Cada segundo se alarga, y lo único que queda es esperar a que esa mirada se retire… o se cierre como una puerta.

Un robot no. Nunca recordará tu voz al suplicar, ni la tensión en la sala, ni el temblor en sus propias manos. Y ahí está la diferencia: un humano puede romper la regla por compasión o gratitud; una máquina hará lo que le programaron, aunque eso signifique un desastre perfectamente lógico.

La duda cansa, incomoda y demora. Pero es también lo que nos recuerda que estamos vivos. Por eso escribimos normas: no para obedecerlas siempre, sino para comprobar si, cuando llegue la hora, podremos sostener la mirada de la conciencia que nos advierte: obedecer sería traicionarnos. Y cuando llega el momento de juzgar y ser juzgado, recuerdo a Hamlet, enfrentado a su juez más severo: su propia conciencia. Sabía que, cualquiera que fuera su elección, ella dictaría la sentencia y que no habría absolución. Ese peso, ese vértigo, esa pausa imposible antes de decidir, es lo que ninguna máquina podrá sentir jamás.

Entre una justicia humana y una robótica, la diferencia es simple: la primera puede temblar antes de dictar sentencia, la segunda ni siquiera sabe que está sentenciando. La justicia humana es lenta, contradictoria, a veces injusta… pero también capaz de sorprendernos con un gesto de compasión. La robótica, en cambio, siempre será impecable, y nada hay más inquietante que una condena perfecta. Al menos con un juez de carne y hueso siempre existe la grieta por donde puede colarse la sorpresa, la compasión o el azar.

Y en ese idioma exacto y sin fisuras nunca se pronunciarán palabras como “perdón”, “compasión”, “amor” o “gratitud”. No habrá un Hamlet que sostenga su pregunta hasta que duela. No habrá un Pedro que, al escuchar la voz que lo llama, regrese a abrazar su destino. No habrá un Ulises que se desvíe para escuchar el canto de las sirenas y regrese conmovido por quienes lo esperaron. Solo quedará la ecuación cerrada, la sentencia perfecta… escrita en una lengua que no sabe titubear.

El juez humano tiembla porque sabe que deberá recordar; el condenado tiembla porque sabe que deberá arrepentirse. En esa fragilidad compartida está lo único que hace de la justicia algo verdaderamente humano.