A finales del siglo XX y durante las últimas décadas, con las transformaciones significativas del orden económico mundial marcadas por la globalización y la crisis del socialismo, se dieron cambios estructurales en la geopolítica global con enorme influencia en Latinoamérica, ya que la revolución tecnológica y las nuevas alternativas para financiar la economía, cambiaron las dinámicas de producción promoviendo la aparición de modelos políticos hegemónicos complejos, dado su corte neototalitario, aunque con aspectos diferenciados respecto a las formas tradicionales del totalitarismo, para marcar otro tiempo de la política, donde las sociedades se presentan como protagonistas fundamentales frente al imperio del mercado y de quienes expropiaron el valor de la democracia.
Una característica fundamental de dichos regímenes neototalitarios consiste en que, aunque defienden la democracia como forma de gobierno, su práctica niega los valores políticos; mientras en el totalitarismo se parte del principio de que quien gobierna es infalible, en una democracia los medios de autocorrección deben ser sólidos, razón por la cual se requieren medios muy claros y concretos, legítimos y legales, para corregir efectivamente los errores y evitar que la sociedad pueda equivocarse y elegir un mal gobierno. Dicho ejercicio político que pasa por dictaduras y tiranías, varía desde las formas democráticas hasta el totalitarismo.
En el caso latinoamericano durante las últimas décadas, las fuerzas políticas y movimientos sociales, pese a su amplio espectro de enfoques y estrategias, abrazan ideologías de izquierda y coinciden en cuestionar a las políticas económicas neoliberales como las causantes de la desigualdad y exclusión social, aunque en la región esta nueva corriente política que propende por encontrar la integración regional, también ha enfrentado desafíos y críticas, tanto internas como externas, en su búsqueda por implementar agendas eficientes y lograr sus objetivos.
Estos regímenes latinoamericanos de naturaleza neototalitaria y fachada democrática, que han convertido sus Estados en transnacionales delictivas para crear mecanismos represivos de control no convencionales sobre sectores sociales que se oponen al modelo hegemónico, aunque han logrado avances en la reducción de la pobreza y la promoción de la justicia social, y mantienen la premisa de que los valores de la democracia son la mejor forma de gobierno y un factor fundamental para la constitución del Estado moderno, no sólo enfrentan dificultades para consolidar sus proyectos políticos y mantener la estabilidad institucional, sino también desafíos importantes en cuanto a su capacidad para generar crecimiento económico sostenible.
Si en la región, diversos gobiernos con pretensiones de conquista hegemónica, asumen la forma totalitaria de regímenes clásicos amparados en grandes maquinarias de propaganda exaltando las “virtudes” del modelo para ocultar los elevados niveles de represión, podemos imaginar un orden basado en una relación de fuerzas ambigua, pero cristalizada en una dependencia muy distinta entre Estado y Sociedad civil que da pie a una nueva hegemonía política, económica y social, generando una coyuntura que traza una línea de demarcación evidente entre quienes aún aspiran a la restauración del moribundo orden neoliberal y quienes aspiran a la construcción de un desconocido orden posneoliberal.