Fernando-Alonso Ramírez

Periodista y abogado, con 30 años de experiencia en La Patria, donde se desempeña como editor de Noticias. Presidió el Consejo Directivo de la Fundación para la Libertad de Prensa en Colombia (Flip). Profesor universitario. Autor del libro Cogito, ergo ¡Pum!

Correo: editornoticias@lapatria.com

X (Twitter): @fernalonso

El 7 de agosto de 1945, el mundo cambió para siempre. La bomba atómica lanzada sobre Hiroshima no solo destruyó una ciudad: fracturó la idea misma de humanidad. Un año después, el periodista John Hersey viajó a Japón y escribió lo que hoy se considera uno de los reportajes más importantes del siglo XX.

Su texto, publicado en la revista centenaria The New Yorker, no hablaba de cifras ni de geopolítica. Hablaba de seis personas. Seis sobrevivientes. Seis vidas que, al narrarse, devolvieron rostro y voz a lo que muchos preferían mantener como un hecho abstracto: 100 mil personas muertas y otro tanto heridas y con consecuencias.

Hersey no usó adjetivos grandilocuentes ni apeló al dramatismo. Su estilo era sobrio, casi clínico. Pero en esa contención, cada palabra pesaba. El horror se filtraba por los detalles. Como cuando uno de los personajes “recordó con quietud cómo eran las grandes quemaduras que había visto durante el día: amarillas al principio, luego rojas e hinchadas, con la piel desprendida, y finalmente, al anochecer, supuradas y malolientes”.

No hay metáfora. No hay exageración. Solo la descripción precisa de lo que el ojo humano alcanzó a registrar.

 

Demasiado humano

El texto avanza desde cómo inició ese 7 de agosto de 1945 para cada ciudadano de Hiroshima hasta el resplandor y luego se cuenta como una caminata entre ruinas. Los sobrevivientes buscan a sus seres queridos, a veces sin saber si están vivos, a veces sin saber si ellos mismos lo están.

Uno de ellos, debilitado, se aferra a su hija para recorrer hospitales que ya no existen. “Al no aparecer ninguno, salió furioso a buscarlos; apoyado en el brazo de su hija, caminó de hospital en hospital, pero todos estaban en ruinas, así que regresó y se acostó de nuevo en el albergue. Ahora estaba muy débil y sabía que iba a morir. Estaba dispuesto a que cualquier religión lo consolara”. En ese momento, la fe no es una elección: es una súplica.

Pero el daño no se detiene en lo visible. La bomba dejó una herencia invisible, caprichosa, que se manifestaría días, semanas, años después. “Estos cuatro no se dieron cuenta, pero estaban contrayendo la extraña y caprichosa enfermedad que más tarde se conocería como enfermedad por radiación.”

Hersey lo escribe sin énfasis, sin dramatismos, sin regodearse en las escabrosas escenas o en el dolor. Con una ética intachable, como quien anota un hecho inevitable. Y sin embargo, esa frase encierra el germen de una tragedia que aún hoy se estudia, se teme, se recuerda.

Leer Hiroshima no es solo un ejercicio de memoria. Es un acto de responsabilidad. Hersey nos obliga a mirar lo que preferimos no ver, a escuchar lo que el silencio intenta ocultar. Su texto no busca culpables ni ofrece consuelo. Solo presenta, con una honestidad brutal, lo que ocurrió cuando la humanidad cruzó un umbral del que no puede regresar.

Hoy, cuando se habla nuevamente de submarinos con potencial nuclear, de escaramuzas y respuestas atómicas, vale la pena volver a este libro. No como un ejercicio nostálgico, sino como un llamado urgente a pensar con sentido de humanidad. Hersey no escribió para condenar, sino para comprender. Y en esa comprensión está la posibilidad de evitar que la historia se repita. Escribió, no sobre el poder destructivo de la tecnología, sino sobre la fragilidad de la vida, la persistencia del dolor y la necesidad de contar lo que no debe olvidarse.

 

Para el periodismo

También, para los que se dicen nuevos cronistas o herederos del nuevo periodismo, vale la pena que se den cuenta cómo logra que los lectores se conmuevan con las escenas sin necesidad de figurar allí el periodista en primera persona. Completamente lejano del yoísmo y no por eso, lejano de las víctimas y de los hechos.

Otra gran lección de periodismo fue que Hersey volvió 40 años después y hurgó en qué pasó con las vidas de esos seis protagonistas de su historia y escribe un quinto capítulo al texto original. Este texto fue el primero que hizo que una revista se usara para que tuviera un solo tema. Luego fue libro. Debería ser obligatorio leerlo por estos días en todas las facultades de periodismo del mundo, porque es una cátedra de narración y de reportería, también de cómo sensibilizar sobre las grandes tragedias. Por historias como esta es que The New Yorker llega en este 2025 a su centenario demostrando por qué es el epítome del buen periodismo.