Confieso que cargué mis ilusiones al principio de año. El Once Caldas con su proyecto prometedor: con fútbol aplaudido, identidad reconocida, el valor agregado del récord de Dayro, pulcro en la construcción de su juego, con triunfos estimulantes para sus hinchas.
Todo era bello, pero imaginario. Por eso, se desinfló lentamente. Lo que hacían las piernas, se incendiaba en la cabeza.

La noche, la indisciplina, los movimientos rítmicos de cintura en “el entrenamiento nocturno” y las vanidades, aparecieron de repente y arrasaron el proyecto.
Entonces se culpó al sistema por la proliferación de partidos, a los árbitros por sus perversas decisiones, a los periodistas, a la carencia de refuerzos de lujo, a la ausencia de una nómina de suplentes competitiva y lo típico cuando aparecen los desastres: no hubo autocrítica.

Hasta hoy el equipo pende de un milagro, colgado de un hilo, aferrado a una exigua opción matemática, gobernada por otros resultados. sin margen de error, sin “oxígeno” en la tabla.
Faltó liderazgo adentro y afuera de la cancha, para recomponer la ruta, fangosa desde la eliminación en el primer torneo. Luego llegaron las desgracias: la Sudamericana, la Copa doméstica y la Liga actual con reducida expectativa.

El Once jugó con una máscara. Maquillaba sus penurias futbolísticas y sus angustias. Fomentó la tolerancia a los desmanes disciplinarios y llenó de privilegios a su goleador. Dayro llegó a ser más importante que el equipo, así se sintió Aguirre, y su registro histórico anotador, desplazó los demás objetivos colectivos.
Entonces Dayro tuvo su enésima rumba. Varios de sus compañeros siguieron el mismo camino. Se cerraron las porterías, desapareció la puntería, aquellas alegres cabalgatas de Cuesta, Barrios y Zuleta, se convirtieron en recuerdos y a Zapata, se le nublaron los ojos.
llegaron los reproches del público. Los canallas señalamientos.La vida íntima se volvió áspera, febril, tortuosa y el rendimiento se desplomó sin soluciones.
Desapareció la empatía con la tribuna y las rechiflas e insultos relevaron los aplausos.
Se marchó el Niche Sánchez lesionado y no hubo alternativas válidas para sustituirlo.
El Once termina el año como un juguete roto, sin manual de instrucciones, porque el entrenador habla, insulta y los futbolistas no escuchan. Sin habilidad de sus asesores, quienes navegan entre desconciertos e inexperiencia.
Ante Millonarios el triunfo se maduró a empujones. Pero, como siempre, los fallos en la definición, pasaron factura, como en la última jugada. No hubo presión, salvo en el coraje de los mediocampistas de marca, ni intensidad en la pérdida.
Al final queda una leve esperanza de clasificación, la que no se descarta por ser pequeña. Pero mi sueño, ese que cargué en enero, parece romperse a pedazos. Porque las cosas no son como empiezan sino como terminan.