Hay ciudades a las que uno regresa mucho tiempo después, pero es como si los años no hubieran pasado, como si todo estuviera en su sitio, aunque en otros aspectos de orden político y social las cosas cambiaron mucho. Con la capital sueca hay una empatía por el agua, la abundancia de humedad y naturaleza, aunque se presente en tonos distintos a los del trópico andino en sus alturas también heladas y verdes, pero ecuatoriales.
Ya hace tiempos Estocolmo era a la vez la ciudad antigua, añeja, pétrea y verdusca, pero con incrustaciones modernas que hoy a veces parecen futuristas como en los rumbos de la estación central, cuyas calles y avenidas están diseñadas para los tiempos del pop, sin edificios altos y más bien livianos y de talla humana, rectangulares e iluminados, para conjurar la pronta oscuridad de las tardes nocturnas.
En esos lugares centrales donde solíamos darnos cita los estudiantes que acudíamos allí en tiempos clementes a trabajar en verano y a residir en las residencias universitarias de Freskati, no lejos del Hospital Carolinska, la noche nórdica llega temprano y las calles húmedas por la lluvia se vacían de gente y las luces del alumbrado público proyectan brochazos de luz, pinceladas abstractas de rojo y verde intenso.
Todo allí se encuentra rodeado por agua y la urbe y sus suburbios flotan en un entramado de islas y penínsulas visitadas por aves. En las calles antiguas donde se encuentran la viejas instituciones de este reino cuya dinastía actual fue entronizada en tiempos de Napoleón, vibra la vida de nuevas generaciones surgidas de la gran inmigración que ha acudido hace medio siglo.
Es un país mestizo y vivo y ese mestizaje provoca como en muchas otras partes del mundo la reacción de quienes creen que hay razas puras que deben vivir aisladas en la endogamia del color de la piel, especialmente blanca. Aquí al norte, en Oslo, la capital de la rica Noruega, un joven cuerdo racista blanco de pensamiento frío e implacable, admirador de Hitler, masacró hace unos años decenas de jóvenes militantes de la socialdemocracia, en su mayoría mestizos que abogaban por la concordia de los humanos en un proyecto común.
Y aquí en Suecia, como en diversos países nórdicos y europeos, crecen con fuerza partidos nostálgicos del nazismo que consideran que se procede a lo que ellos llaman el reemplazo de una supuesta raza blanca originaria milenaria y cristiana, a cambio de oleadas de inmigrantes de los lejanos países del sur, gente de origen indio, asiático, medioriental, africano, latinoamericano.
Desde finales del siglo XX muchos inmigrantes de otras regiones del planeta donde el sol puede ser calcinante, llegaron a estos países huyendo de la guerra y el hambre creados por las guerras y el colonialismo imperiales a trabajar en estos países del norte afectados por grandes problemas demográficos.
Los ancestros de la bella multitud mestiza que hoy cruza estas calles de Estocolmo, totalmente adaptada e integrada a los rigores del frío, llegaron hace décadas para trabajar en la industria de la construcción, el campo, el trazado de carreteras y nuevas vías férreas, las plataformas petrolíferas y otros trabajos como limpieza, culinaria, cuidado de adultos mayores enfermos o en el sistema de salud, el alcantarillado o el transporte.
Por todas partes se observa esa maravillosa vitalidad de las nuevas generaciones descendientes de inmigrantes que hoy son tan suecos o nórdicos como los fanáticos que se creen descendientes de razas milenarias blancas, pero olvidan que tal vez son hijos de otros migrantes llamados bárbaros que antes se establecieron en estas extensas tierras heladas llenas de riqueza y cuya naturaleza está marcada por el agua, la vegetación y la fauna desbordantes.
Hace mucho tiempo, cuando el actual rey Carlos Gustavo se casaba con una inmigrante brasileña que hoy es reina y madre de la próxima soberana de esta monarquía constitucional cuyo jefe de Estado desciende de Bernadotte, general enviado por el corso Napoleón Bonaparte, se vivía un mundo de prosperidad idílico en el que ese matrimonio entre el príncipe y una azafata de las tierras sudamericanas era visto como algo exótico y nada anormal, un acontecimiento festivo y amoroso.
Décadas después Suecia se ha enriquecido con esa inmigración que la ha salvado y se ha adaptado a estas tierras y cuyos descendientes se destacan ahora en todos los sectores y trabajan día a día por la riqueza del país en la ciencia, la astronomía, el arte.
Nietos y nietas de inmigrantes del sur asiático, medioriental, africano y latinoamericano, ahora adultos y activos, caminan por estas calles cubiertas por un sol que nunca duerme en verano y escasea en invierno, haciendo de Suecia un jardín multicultural que los nostálgicos de la pureza racial ya no puede impedir, porque es irreversible y bello.