De verdad éramos muy inocentes aunque leyéramos a Hegel, Baltasar Castiglione, Maquiavelo o a Fernand Braudel y Ernest Cassirer, recomendados por el profesor Darío Mesa. Junto a grandes radios transistores esperábamos en las tardes y noches después del golpe del 11 de septiembre que el general Carlos Prats revirtiera la situación y volviera a Santiago de Chile al mando de una columna triunfal para sacar a los golpistas y reinstalar el Gobierno de Salvador Allende, aunque fuera sin Allende.
Los comentarios iban y venían en el Jardín de Freud de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, donde estábamos por primera vez ante a un golpe de Estado que solo sería el abrebocas de una terrible era de crímenes y asesinatos propiciados por los servicios secretos de las dictaduras del Cono Sur coaligados con los estadounidenses, y sobre los que en el medio siglo posterior se han conocido escalofriantes detalles tras múltiples luchas, entre ellas las de las abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, que nunca desfallecieron en la búsqueda de la verdad.
Prats murió el 30 de septiembre junto a su esposa en un terrible atentado de venganza con bomba de los servicios secretos chilenos ayudados por los militares argentinos y siete días antes el reciente Nobel Pablo Neruda se extinguió deprimido y enfermo en un hospital en Santiago el 23 de septiembre.
Y así uno tras otro caían los leales a Allende que no lograron salir de Chile hacia muchos países del mundo, como lo hicieron decenas de miles acogidos como exiliados sin saber que se quedarían lejos décadas enteras o para siempre rumiando la saudade del destierro. En los años siguientes la misma romería del exilio sería vivida por miles de argentinos, uruguayos y brasileños que llegaron a México o a las capitales europeas o de los países del Este.
A medida que pasaban las horas y los días la ilusión desapareció y todos se dispersaron en ese crepúsculo de 1973. Como el tradicional campus estaba paralizado con frecuencia por los disturbios, algunos se fueron a otras universidades a probar suerte o desertaron para estudiar otras carreras o perderse en el tango de la vida.
Quedaban en el Jardín de Freud los efluvios de los amores reales o imaginarios vividos en secreto, la algarabía de los muchachos que jugaban fútbol entre una clase de Matemáticas y otra de Historia con Gilda, la única chica que lo hacía y cuya melena saltaba cuando golpeaba el balón o trataba de apoderarse de él enfundada en su overol de marca estadounidense recién importado.
Frente al moderno edificio de Sociología quedaban en el Jardín de Freud para siempre nuestros fantasmas adosados al prado donde charlábamos, como después lo han hecho y hacen miles y miles de muchachos de varias generaciones de todas las regiones que pueblan los predios de la Universidad.
Ya en los años 80, unos escultores jóvenes realizaron la obra Amérika en homenaje a la pluralidad y la sexualidad, que presentaron como trabajo de grado. Manolo Colmenares, José Manuel Patiño y Gabriel Quiñones contribuían así en medio de la polémica con esas piedras eróticas a la pervivencia del Jardín de Freud, donde los jóvenes estudiantes de ciencias humanas han enfrentado otros acontecimientos terribles que hacen parte de la historia colombiana y el mundo y así seguirá en el futuro, que esperemos con optimismo sea luminoso y fértil.