Manizales y Caldas siguen siendo el secreto mejor guardado de Colombia, ya que al revisar su historia, especialmente en la primera mitad del siglo XX, cuando experimentaron un espectacular empuje económico, cívico y cultural que hizo cimbrar al país entero, es claro que tendríamos tema suficiente para escribir muchos libros, hacer películas, exposiciones y revivir en holograma las proezas de sus habitantes.
Como Colombia ha sido un país de regiones, por lo regular cada comarca se ensimisma en su endogamia y nunca mira a los otros territorios, a los que se refieren a veces como si fueran países extranjeros situados en las antípodas, allá del lado de Corea, el estrecho de Behring, Mongolia o Vietnam.
Me ha sorprendido mucho que muchos colombianos de otras regiones ignoren la existencia de una ciudad tan espléndida y original desde el punto de vista arquitectónico como Manizales y que cuando la descubren quedan impresionados. Un amigo mío costeño, Julio Olaciregui, que hizo el descubrimiento tardío, me llamó directamente desde la Plaza de Bolívar, frente a la Catedral, hasta el otro lado del mundo, y me despertó a las dos de la mañana para expresar su asombro en un estado de conmoción inexplicable.
En mis largas residencias por el mundo suelo contarle a mis amigos colombianos de otras regiones las maravillas arquitectónicas y paisajísticas de mi ciudad natal, que es como un jardín colgante en las alturas de los Andes, a un lado los volcanes humeantes y nevados y al otro los valles bañados por el Cauca, pero tengo la impresión que siempre se la imaginan como un pueblo grande y aburrido sin gracia ni misterios.
En esa ciudad tan reciente se realizó la gran proeza de construir con planos del director de Bellas Artes en París, Julien Polty, una Catedral sorprendente, incluso para los parámetros europeos. Además se reconstruyó la ciudad con centenares de edificios públicos y residenciales que aun persisten en el centro histórico, aunque por desgracia otras joyas fueron derruidas para hacer parqueaderos o construir horrendos rascacielos.
Yo le contaba a esos colombianos a los que me encontraba en otras partes del mundo en el camino de la diáspora que mi infancia y adolescencia transcurrieron en ese extraño centro histórico, pues nací cerca de los parques Caldas y Fundadores y después viví en el centro en una vieja casona. Mi padre tenía su oficina en diagonal al Hotel Escorial y en esas extrañas cuadras se encendió mi imaginación, pues alcancé a ir a cine con mi madre al Teatro Olympia para ver Orfeo Negro, que ganó la Palma de oro del Festival de Cannes.
También les contaba lo que significó para los adolescentes que éramos el Festival Interbnacional de Teatro, a donde llegaban figuras de la cultura mundial como Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias y Ernesto Sábato o europeos como el drmaturgo polaco Jerzy Grotowsky, que recorría la ciudad vestido de blanco. Críticos, poetas, narradores, dramaturgos, ensayistas, críticos, encendían la ciudad con cultura y esa cultura permanecía todo el año hasta la nueva cita teatral. Pero amigos antioqueños, bogotanos, vallunos, santandereanos que viajaban por el mundo se mostraban siempre escépticos ante mi entusiasmo por la ciudad natal, atribuyéndolo a un aceptable espejismo regional y provinciano.
Pero algunos se acordaban de nuestro Mussolini propio, el malogrado Gilberto Alzate Avedaño, que pudo llegar a la presidencia en vez de Guillermo León Valencia y otros, como Fernando Vallejo, registraban la estadía larga en la ciudad del poeta Porfirio Barba Jacob en la casa de Blanza Isaza de Jaramillo Meza. Los expertos en ciencias humanas recordaban a Antonio García y su libro clásico Geografia económica de Caldas, que cuenta esa epopeya del barro. Los poetas hablaban de la gran Maruja Vieira y los políticos de Otto Morales Benítez, generoso, progresita y sabio. Los filósofos de Danilo Cruz Vélez y Rubén Sierra Mejía y los músicos de Ramón Cardona García. Y así en cada profesión.
Alvaro Mutis me decía que adoraba a Manizales porque ahí se quedaba en largas vaciones en casa de sus tías Jaramillo después de quedarse huérfano de padre y regresar con su madre manizalita desde Bélgica y afirmaba que leyó mucho en la vieja Biblioteca Píblica en los bajos del edificio de la Industria Licorera de Caldas, en la Plaza de Bolívar, donde yo también leí en mi adolescencia.
Y así las mitologías manizalitas sobrevivían al olvido a los tiempos de un esplendor que fue cortado de tajo por el descuartizamiento del departamento de Caldas. Pero desde las alturas art-deco del Palacio de Bellas Artes los fantasmas vivos de los artistas nuestros siempre vigilaron nuestra memoria.
Los costeños solo se preocupan de lo creado por los suyos en esa amplia comarca que mira al mar y con frecuencia idealizan a muchas de sus figuras y alimentan su orgullo regional volviendo siempre a ellas como si fueran el centro del universo. El destino sin embargo les dio la razón a los costeños al lograr que uno de los suyos, Gabriel García Márquez, se volviera figura mundial inigualable y sorprendente. Los bogotanos, en un país tan centralista, se miran siempre su ombligo y los caleños se quedaron fijados en el suicida Andrés Caicedo, la salsa y las estrellas de Caliwood. Los santandereanos igual, solo miran para sus adentros imaginando las proezas de Leo von Lengerke y el supuesto origen alemán, contado por Pedro Gómez Valderrama en La Otra raya del tigre.
Pero sería bueno que los caldenses, instituciones gubernamentales y universidades volvieran a explorar su historia con fuerza y a rescatar las obras perdidas y olvidadas en poesía, teatro, historia, novela, arte, arquitectura, ciencias, con ediciones y exposiciones serias, rigurosas y bellas. No todo es política y corrupción: la cultura siempre tiene mucho más valor que el tintineo de las máquinas registradoras de los ladrones y la algarabía electoral de politicastros y tinterillos.