Como era menor de edad, mi padre firmó la autorización de mi viaje y me acompañó a cortarme el pelo, que lo tenía muy largo como era usual y se requería reducir un poco la melena para evitar problemas en los aeropuertos. Todos ya estábamos desde hacía tiempo bajo el impacto de los Rolling Stones y su éxito mundial Satisfaction.
Mi padre tenía 60 años y me imagino el dolor que significaba ver partir a su hijo hacia esa aventura de viajar al otro lado del planeta, aunque en el fondo la idea no le disgustaba. Los de su generación, que se abrieron al mundo durante la República liberal que llevó a la presidencia a Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y el joven Alberto Lleras Camargo, también se iban de casa muy jóvenes en la primera mitad del siglo XX.
Mientras pasaba el féretro del poderoso Eduardo Santos, dueño del mayor periódico nacional y expresidente, y cuando en la Catedral se reunían para las honras fúnebres los hombres de su época, a mi me cortaban la melena en un ritual de iniciación. Antes había estado en varias fiestas y reuniones con amigos de mi generación, compañeros de Sociología de la Universidad Nacional y escritores en ciernes que nos reuníamos a veces con Óscar Collazos, cuando llegaba joven y consagrado de Europa, donde había vivido mayo del 68 y el esplendor del boom latinoamericano en Barcelona, no lejos de García Márquez, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa.
Mientras pasaba el féretro de Santos y en un amanecer leía los periódicos enormes que seguían publicando ediciones especiales sobre la historia política del siglo XX. El joven Enrique Santos Calderón, de barba rebelde y recién llegado de Europa, había publicado algunos artículos míos hasta en el espacio consagratorio debajo de la caricatura de Pepón y luego me pagaba por la colaboración firmando un bono para que pasara a la caja.
La esquina de El Tiempo era entonces el ombligo del país y al frente estaba el lugar donde habían matado a Jorge Eliécer Gaitán. Más arriba, por la Jiménez estaba la sede de El Espectador, regentado por los Cano y donde García Márquez cambió de destino como redactor y reportero de éxito.
Todo eso ocurría a unos días de que partiera al otro lado del océano en medio del aceleramiento de la historia de Colombia, pues a inicios del mismo año los rumberos guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada de Bolívar en medio de la algarabía nacional. Y hacía solo seis meses, los estudiantes de Sociología y otras carreras de la Nacional amanecimos en el Jardín de Freud escuchando por radio las noticias que venían de Chile sobre el golpe de Estado del 11 de septiembre, propiciado por Estados Unidos. Y para rematar, poco después, agobiado por la tristeza, moría el gran poeta Pablo Neruda en un hospital donde algunos aseguran que lo envenenaron.
Pero como los pájaros que vuelan, en esos momentos estaba impulsado por la emoción de la partida hacia otro continente soñado desde los primeros años de la adolescencia. El futuro nos atropellaba de repente y ya no había forma de mirar hacia atrás.