Desde hace dos siglos la figura de Simón Bolívar ha sido utilizada por casi todas las corrientes políticas como forma de reconocimiento y anclaje en un mítico pasado glorioso y todos los latinoamericanos hemos vivido marcados por su imagen de ídolo trágico.
Sus estatuas idealizadas en plazas de ciudades y pueblos, los discursos interminables de políticos y escribidores en actos solemnes con himno nacional o sin él, las biografías pomposas o académicas, las crónicas de grandes escritores como José Martí y Porfirio Barba Jacob nos han nutrido de palabras como si él fuese un pegaso, héroe mitad humano y mitad veloz corcel.
Desde hace décadas trabajo al lado de donde él vivió en sus dos estadías en París, en las calles Vivienne y Richelieu y con frecuencia paso frente a las placas que marcan aquellos instantes de su vida en esta ciudad, cuando era un joven viudo de la élite caraqueña que leía y hacía la fiesta al lado del parque del Palacio Real, centro de encuentro de libertinos dieciochescos de la Ilustración y jóvenes militares napoleónicos.
Bolívar dice que presenció en París la autocoronación del joven corso Napoleón y la leyenda cuenta de su encuentro probable con el sabio y espía alemán Humboldt, quien le habría dicho que no encontraba quién sería el que estaría dispuesto y tuviera la estatura para liberar las colonias americanas del yugo español, idea que germinó en la imaginación del joven aprendiz, amante de su vecina Fanny de Villars, lector, millonario y viajero que habría jurado en el monte Aventino de Roma liberar la región.
Las placas en los lugares donde vivió Bolívar, aquí al lado de la sede de la Agencia France Presse, junto a la antigua Biblioteca Nacional de Francia, fueron instaladas por estudiantes de la época de entreguerras del siglo XX, liderados entonces por el guatemalteco Miguel Angel Asturias, quien acababa de publicar Leyendas de Guatemala, primer best-seller latinoamericano de esos tiempos.
Mucho tiempo antes que ellos, a lo largo del siglo XIX, el mito del héroe fue creciendo, e incluso personas como el llanero José Antonio Páez, que lo traicionaron en vida y lo ignoraron en la muerte, decidieron después iniciar el culto a sus huesos, trasladando sus restos desde Santa Marta hasta Caracas, para usarlos como amuleto de legitimidad, tal y como hizo Hugo Chávez, mucho tiempo después.
Es una delicia leer al propio Bolívar, rastrear sus cartas y proclamas, imaginar sus batallas y derrotas, leer tantos libros biográficos y académicos que se han escrito sobre su figura, desde los más rigurosos como los del historiador británico John Lynch hasta otros deliciosos como los de los colombianos Germán Arciniegas e Indalecio Liévano Aguirre y el liberal republicano español Salvador Madariaga.
Los coleccionistas de reliquias conservan espadas, kepis, charreteras, cartas, mechones de pelo, corazones y cerebros en formol de Napoleón y Bolívar y los guardan como amuletos. Y en pleno siglo XXI aún se invocan para apuntalar idearios opuestos y contradictorios.
Bolívar es un fectiche multiusos, pues nunca sabremos lo que pensaría de verdad hoy en este veloz siglo XXI, ni cuáles serían sus posiciones. Murió joven y fue el mito de los románticos del siglo XIX, como el Che de los idealistas de la segunda mitad del siglo XX. A falta de nuevos héroes, su momia sigue viva.