Eduardo Gómez (1932-2022) fue uno de los grandes poetas colombianos del siglo XX, autor de una vasta obra poética, narrativa y ensayística y pilar de la cultura como profesor en la Universidad de los Andes y colaborador de instituciones editoriales o culturales, en las que se desempeñó después de una larga estadía de estudios en Alemania.
Lo conocí cuando llegué a Bogotá desde Manizales a iniciar mis estudios en la facultad de Sociología. Visitaba con frecuencia al gran ensayista Jaime Mejía Duque, caldense que se desempeñaba como abogado en el Ministerio de Trabajo y muchas veces coincidí ahí con su amigo Eduardo Gómez y luego salía con ellos a caminar por la séptima y a tomar café.
Ambos eran abogados y escritores germanistas muy elegantes y refinados por su larga estadía en Europa. Mejía siempre estaba impecable de traje y corbata y sabía muy bien ocultar el brazo que le faltaba debido a un trágico accidente de infancia, orgulloso tal vez de hacer parte de la estirpe de los mancos literarios, al lado de Miguel de Cervantes Saavedra y Ramón del Valle Inclán.
Jaime Mejía también estudió en Alemania y de allí la amistad que los unía a ambos, personas de izquierda pertenecientes a la misma generación y que estaban en pleno apogeo de sus facultades, alrededor de sus 40 años. Fue una fortuna para mí, que tenía 18, poder compartir con ellos, leer sus libros y gozar de su amistad y generosidad. Cada vez que venía a Bogotá los visitaba y sosteníamos correspondencia.
Eduardo Gómez era más dandy. Lucía siempre un largo gabán negro alemán y a diferencia de Mejía no solía llevar paraguas. Había nacido en Miraflores, Boyacá, en el seno de una familia de origen español y era alto de estatura, blanco, erguido, y a lo largo de las décadas seguía siendo el mismo personaje sin arrugas, por lo que yo bromeaba diciéndole que había hecho un pacto como en el Fausto de Goethe, poblado por las astucias de Mefistófeles, para lograr la vida eterna.
De eso hablamos la última vez que lo vi cuando me invitó a almorzar en el 2017 a su casa cerca de Teusaquillo, al lado del novelista Magil. Seguimos con el mismo tema de Fausto cuando abordamos un taxi para ir al Centro y allí nos despedimos para siempre, aunque la verdad que no, pues sigo leyéndolo con el mismo entusiasmo y celebrando su gran talento, rigor e inteligencia.
Su primer libro de poesía, Restauración de la palabra, fue publicado en 1969 y para mí fue una lectura importante que aún me nutre. Poemas excelentes, ágiles, modernos, sobre la vida en la urbe en una Colombia que entonces no se había hundido en otros abismos, pero que ya los había experimentado. Son poemas expresionistas, muy a tono con aquel mundo alemán de la posguerra que vivió y palpitó cuando hacía teatro con el Berliner Ensemble, recién apagadas las cenizas de la conflagración. Su poesía era implacable y sin miedos.
A ese libro siguieron El continente de los muertos (1975), Movimientos sinfónicos (1980), El viajero innumerable (1985), Historia baladesca de un poeta (1989) y Las claves secretas (1998), varios de ensayo y una gran novela, La búsqueda insaciable (2013), de la estirpe de las grandes que se escribían en Europa central en tiempos de Joseph Roth, Franz Kafka y Robert Musil. Eduardo Gómez es uno de los secretos mejor guardados de la literatura colombiana y latinoamericana y por eso hoy lo celebro.