El 21 de octubre se cumplieron cuatro décadas del anuncio del Premio Nobel otorgado al autor de Cien años de soledad, quien ya era desde 1967 una estrella mundial de la literatura luego del éxito de su obra maestra, donde no solo se reconocieron todos los latinoamericanos ansiosos de afirmarse tras siglos de guerras, dependencia y miseria, sino también las poblaciones de varios continentes del llamado Tercer Mundo aquejados por los mismos problemas de la colonización y el dominio imperial.
La obra máxima del nativo de Aracataca salió en una coyuntura especial, un año antes de las revueltas juveniles de 1968 y las explosiones culturales que empezaron a derrumbar las inercias de un pasado patriarcal y autoritario en Estados Unidos y Europa. Empezaron entonces las súbitas reivindicaciones de los afrodescendientes liderados por Martin Luther King y Angela Davis en Estados Unidos y se inició el movimiento de liberación femenina que derrumbó siglos de inercia y sacó a la mujer de una minoría de edad permanente.
En el Primer Mundo esa generación que luchaba contra la guerra de Vietnam, soñaba con la revolución, consumía marihuana y escuchaba y bailaba rock, reggae y salsa hasta el amanecer, quedó fascinada por el exotismo y las luchas sociales del Tercer Mundo encarnadas en la figura y la obra de Gabriel García Márquez, un atípico e irreverente escritor malhablado de bigote, pelo encrespado, camisas floridas y pantalones de colores chillones, muy diferente a los pomposos autores latinoamericanos de antes que usaban traje y corbata y ejercían de diplomáticos o políticos profesionales como Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda.
El colombiano les sacó el cuerpo a todas esas formalidades y convertido en rock star dejó atrás el modelo de autor exquisito y aristocrático que representaban hasta entonces Jorge Luis Borges, el barroco José Lezama Lima y otros prohombres engolados y pomposos existentes desde el Río Bravo hasta la Patagonia, y se asoció con la revolución cubana, que entonces se encontraba en su apogeo en medio de la Guerra fría.
Unido como emblema revolucionario a sus líderes Fidel Castro y al mártir Ernesto Che Guevara, que murió en Bolivia el mismo año de la aparición de Cien años de soledad, García Márquez se convirtió en otro ídolo y ascendió hacia la estratosfera como los poderosos cohetes Saturno V que llevaron al hombre a la Luna en 1969. García Márquez fue la otra cara de la moneda del Che Guevara como mito crístico de la juventud rebelde latinoamericana y mundial hasta su paulatina difuminación en el siglo XXI.
A diferencia de sus antecesores, el costeño reivindicó sus orígenes populares, la música vallenata y utilizó su fama y poder para promover el periodismo y cine latinoamericanos y desempeñarse como diplomático de facto de la Revolución cubana y mediador en complicados conflictos sociopolíticos latinoamericanos, al ser interlocutor escuchado y admirado de muchos presidentes de la región o incluso mandatarios de Estados Unidos o Europa.
En cierta forma García Márquez fue nuestro Victor Hugo y como él tuvo que huir al exilio cuando estuvo a punto de ser detenido en Colombia por su activismo político y periodístico y sus lazos ocultos y no ocultos con la insurgencia. Poco después obtendría el codiciado Nobel a los 54 años y viviría el resto de su próspera vida en México en medio de la gloria, adorado como un patriarca o un semidiós hasta que fue alcanzado trágicamente por la terrible peste del olvido que aquejó también a los protagonistas de su obra mayor.
En un país y un continente que han vivido tantas guerras y desgracias, la figura patriarcal de García Márquez era un bálsamo que aliviaba los dolores y conjuraba la tradición del fracaso. Hasta su advenimiento todos los poetas, narradores y ensayistas del país habían muerto en la depresión, la pobreza y el olvido.
Pero, oh paradoja, su éxito literario carbonizó como una deflagración meteórica la obra de varias generaciones de autores colombianos cuyos libros aparecieron y aparecen sin pena ni gloria desde hace décadas, aunque sean notables y aun hoy toda gira alrededor de él. Sus contemporáneos vagan como fantasmas en un limbo de olvido y los autores posteriores nacen como estrellas muertas en un firmamento agotado, al mismo tiempo que se acaba la era de Gutenberg.
Casi se podría decir que existe una religión en torno a su nombre y su imaginario. Sus personajes, sus gestos, sus mariposas amarillas y las imágenes creadas por su talento siguen tan vivas que inundan nuestros sueños y planean sobre el país como un gran fresco fundacional que nos detiene en un eterno presente sin tiempo. Y cuarenta años no es nada para el bolero fenomenal que fue su destino. Por eso desde el más allá, protégenos, Gabriel, y ten piedad de nosotros, pues eres omnipotente, omnisciente, omnívoro, omniamoroso y omnipresente.