Hace pocos días se celebró en nuestro país el tradicional Día del Padre. En una de las escuelas de la ciudad se convocó a los padres de familia a un acto especial, en el que sus hijos les rendirían un merecido homenaje, con el mismo fervor y el mismo entusiasmo con que se celebra y se conmemora el Día de la Madre. Aplaudo esta iniciativa, no solo porque dignifica la figura paterna -tan valiosa en la vida de todo ser humano-, sino también porque recuerda que la escuela no debe limitarse únicamente al cultivo del intelecto o al desarrollo físico. En igual o incluso mayor medida, debe atender la dimensión afectiva de sus estudiantes. Esa es, precisamente, la escuela con alma que hemos promovido en columnas anteriores.
Durante el acto central, el rector quiso que uno de los estudiantes entregara en público una hermosa tarjeta y una flor a su padre asistente, como símbolo de amor y gratitud. La flor, por sí sola, llevaba un mensaje poderoso: Los hombres también merecen y reciben flores.
Este hermoso y significativo detalle fue entregado a todos los padres al final del evento.
Pero, de manera simbólica, se eligió a una niña de grado quinto de primaria, Juanita, para que subiera al escenario y entregara el obsequio a su padre, acompañado de unas palabras de su propia inspiración.
Cuando llegó el momento, el rector la llamó:
- Juanita, ¿cómo se llama tu papá?
- Aldemar, respondió ella.
- Don Aldemar, por favor, suba al escenario que su hija lo está esperando.
Apareció entonces un hombre joven, con una bebé de poco más de un año en brazos. El rector lo saludó, agradeció su presencia y le preguntó a Juanita si deseaba darle algo.
- Sí, rector, buenas tardes a todos, -dijo la niña-. Mi papá me abandonó cuando yo tenía tan solo un añito, la misma edad de mi hermanita, pero Dios me regaló al mejor papá del mundo.
Entonces, sin pensarlo, abrazó con fuerza al hombre que la acompañaba y ambos se fundieron en un gesto de profundo amor, sellado por lágrimas sinceras y conmovedoras. Fue un momento inolvidable que conmovió a todos los asistentes, quienes respondieron con un aplauso cálido y espontáneo, acompañado de suspiros y emoción contenida.
Quisiera resaltar tres aspectos de esta conmovedora anécdota.
Primero, a la escuela, por propiciar este tipo de experiencias que trascienden el aula y se convierten en verdaderas lecciones de vida para las familias y toda la comunidad, demostrando que más allá del aula también hay lecciones qué aprender.
Segundo, a don Aldemar, quien ha entregado a su hija todo el amor que solo un verdadero padre puede ofrecer, a pesar de no ser el biológico. Él representa a tantos hombres valientes que, a lo largo de la historia, han asumido con responsabilidad y ternura el papel de padre por elección y no por obligación. A todos ellos, mi más profunda gratitud y admiración Y, finalmente, a Juanita. Sus palabras, sus gestos y su mirada reflejan una mezcla de gratitud, amor y resiliencia. Como ella, hay muchos niños en el mundo que han tenido que cargar con heridas que no merecen. A ellos, mi mensaje de esperanza: que la vida les compense con creces el dolor que han vivido y que, como Juanita, encuentren una razón para seguir adelante en el amor de quienes sí están.