El pasado 1 de abril, el Gobierno Nacional expidió el Decreto 0391, mediante el cual se establecen los lineamientos para implementar Planes de Formalización Laboral en las universidades públicas del país.
Esta medida ha sido presentada como un avance histórico en la dignificación del trabajo docente y administrativo, orientada a reducir la precarización laboral a través de mecanismos de contratación estables por carrera administrativa y concursos de méritos, conforme al artículo 125 de la Constitución Política de Colombia.
Lo que en realidad se promueve es el traslado de la carga financiera a las propias universidades públicas, sin reconocer -o ignorando de manera ingenua- el déficit estructural acumulado que asciende a $21.5 billones, según datos del Sistema Universitario Estatal.
Esta cifra refleja graves carencias en aspectos clave como el funcionamiento, la infraestructura y la calidad educativa de estas instituciones.
Vale la pena recordar que, en sus inicios, las transferencias estatales cubrían cerca del 90% del presupuesto de las universidades públicas, según lo estipulado en la Ley 30 de 1992.
La realidad es que, hoy dichas transferencias apenas alcanzan el 50%, obligando a las universidades a depender en gran medida de recursos propios, que en muchos casos resultan insuficientes para cubrir sus necesidades más básicas. (SUE, 2024).
De ahí que, la reciente intención gubernamental no represente una novedad sustancial.
La dignificación laboral de los profesores ocasionales y catedráticos, así como del personal administrativo, ha sido durante décadas una preocupación constante en el ámbito académico y social. No obstante, esta demanda histórica no ha logrado consolidarse como una prioridad política en el país. Ya en el 2017, durante el II Foro sobre Sostenibilidad Financiera en la Universidad de Caldas, este problema fue ampliamente debatido y respaldado por actores clave de la academia, el Gobierno y el Congreso.
El foro culminó con la Declaración Final de Compromisarios, un manifiesto en defensa de la educación superior pública como derecho humano y bien común, en el que se estableció un plan de acción orientado a garantizar su sostenibilidad (Universidad de Caldas, 2017).
A pesar de estos compromisos, los avances han sido limitados y la carga financiera continúa recayendo sobre las universidades, sin una respuesta estructural desde el Estado.
Conviene reconocer que el enfoque de la educación superior en Colombia ha estado dominado por una visión funcionalista que distorsiona el sentido de la universidad pública en el marco del modelo de Estado instaurado desde los años 90.
Al privilegiar la racionalidad económica sobre los principios sociales y culturales, este enfoque ha contribuido a una profunda crisis de institucionalidad y legitimidad. En consecuencia, la política social del Estado ha relegado la educación superior pública a un papel residual.
Las leyes 30 de 1992 y 112 del 2011 refuerzan esta perspectiva reduccionista, al ignorar las tensiones y complejidades propias de la universidad como espacio de conocimiento, ciudadanía y democracia. Como señala Fleury (2000), una visión unidimensional empobrece el análisis de las políticas sociales e invisibiliza sus efectos.
Cabe retomar la propuesta de referendo aprobatorio planteada en el II Foro sobre Sostenibilidad Financiera (2017), como mecanismo legítimo para reconocer el derecho fundamental de la educación superior. Este paso permitiría transformar su acceso, financiamiento y gobernanza en medio de la actual fragilidad institucional.
Así, surge una pregunta necesaria: ¿puede un decreto que traslada la carga financiera a las universidades, sin resolver su déficit estructural, representar un verdadero avance en la dignificación laboral y el derecho a la educación superior?