En el 2021, el historiador Jorge Orlando Melo publicó Colombia: las razones de la guerra, un ensayo que desmonta la idea de que los colombianos somos violentos por naturaleza. El autor rechaza esa visión esencialista y sostiene que la violencia ha persistido porque, en cada época, ha sido herramienta política y se han construido discursos que la justifican. No se trata solo de las armas, sino de las narrativas que han hecho ver “normal” matar, desplazar o secuestrar en nombre de una causa.
Desde un liberalismo crítico, con sensibilidad humanista y democrática revela que la guerra se perpetúa porque las élites, los grupos armados y parte de la sociedad han legitimado el uso de la violencia. Así, la supuesta “naturaleza violenta” de los colombianos es una justificación política y cultural que legitima el uso de la fuerza. Estas narrativas han sostenido la cultura política en los actos terroristas que actualizan la vieja justificación insurgente, en los secuestros que instrumentalizan la vida humana, en las denuncias de autoridades que reflejan la persistencia del argumento de la autodefensa y del Estado débil, y en los informes de la Defensoría y del Comité Internacional de la Cruz Roja, (CICR) evidencian que la población civil sigue siendo la más golpeada.
La paz solo será posible si el país logra desmontar esas narrativas que normalizan la violencia. La pregunta de fondo es: ¿por qué seguimos aceptando estas narrativas? Melo (2021) observa que “los argumentos a favor de la violencia hacen parte, en cada momento, de lo que puede llamarse la cultura política de la población”. Mientras estas justificaciones sigan presentes en el imaginario colectivo, la guerra encontrará razones para perpetuarse. La superación del conflicto en Colombia no depende únicamente de la firma de acuerdos de paz, sino de un desmonte cultural y político de las justificaciones de la violencia.
Mientras el país no cuestione esos relatos y los sustituya por una ética de vida y dignidad, seguiremos atrapados en las mismas razones de la guerra que Melo desnudó hace cuatro años. El profesor Gonzalo Sánchez planteó en su libro Guerreros y campesinos (1985) que la violencia en Colombia siempre ha tenido nombre propio, asociada a las luchas por la tierra y a la exclusión política, lo decisivo no es la supuesta inclinación violenta de la sociedad, sino la manera en que las élites y los grupos armados han usado la guerra en condición de mecanismo de inclusión o exclusión social.
No obstante, la conflictividad actual no es exclusiva de Colombia. En América Latina, (Araníbar & Aramayo, 2011) evidencian que los conflictos se desarrollan en contextos de desigualdad crónica, estructuras de poder concentradas e instituciones débiles. Melo converge con esta lectura al resaltar que la raíz del problema no está solo en la violencia armada, sino en la incapacidad política de procesar los conflictos dentro de los marcos democráticos, permitiendo que la inequidad se perpetúe como fuente primaria de descontento.
En este sentido, más que cifras -ya de por sí alarmantes-, lo que debería interpelarnos es la urgencia de fortalecer la capacidad ciudadana de análisis político a través de la lectura crítica del conflicto, distinguir sus raíces en la desigualdad y exigir una democracia que no sea solo un procedimiento, sino práctica real de ciudadanía, diálogo y búsqueda del bien común.