Retraído en su despacho, casi que alejado del mundo social, yace incólume la figura eximia de quien la sociedad clama cumplida justicia: El juez.
Esa persona que cubre el cuerpo con el manto sublime de la solemne toga, e imparte orden con el mallete sobrio en el recinto sagrado de la audiencia, no lleva cosa distinta que cumplir el juramento de aplicar con sabiduría, independencia, entereza y escrúpulo los dictados de la ley, vertiendo con ello salud a una comunidad que clama por la cura de las difíciles enfermedades sociales que la agobian. Merece el mayor de los respetos y toda la consideración.
Es el juez que ha llegado a ejercer el venerable oficio no solo por el mérito de sus condiciones, sino por su integérrimo comportamiento, por su virtuosa honestidad, por su incorruptible talante.
Es el juez la persona humana que hace ingentes esfuerzos por lograr y entregar el mejor y más responsable producto que enruta su razón de ser: la Justicia. “La justicia no es solo un Poder sino el más trascendental de los Poderes”, decía el exdecano Ángel Ossorio en “El alma de la toga”: “Actúa sobre los ciudadanos en su hacienda, su libertad y hasta en su vida. Está sobre el gobierno porque enjuicia a sus miembros y porque revoca y anula sus disposiciones. Impera sobre el mismo Parlamento ya que puede declarar la inconstitucionalidad de sus leyes”.
Llega el momento del juicio: El juez luce sereno en el ceremonial estrado de la sala de audiencias, que no es otro que el oráculo de la justicia. Los sujetos procesales están serios, atentos, expectantes al veredicto, tal como lo piden y exigen los cánones.
Una pieza magistral, la sentencia, simple o compleja, constituye el súmmum de la más razonada interpretación del ordenamiento jurídico que le ha entregado la sociedad en procura de los más caros intereses que la misma dicta. Es la decisión culmen proferida sin apegos a sentimientos de especie alguna, pues, además, sobre el togado estarán los vigías que condenarán el eventual desacierto en su juicio, pero que no será óbice para preservar su autonomía y cumplir con su enaltecedor cometido: ¡¡¡Oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal!!!
El juez no es infalible. Su decisión bien podrá ser escrutada por el superior al interior del proceso en la continua búsqueda de la verdad material, quien también cargará con el riesgo de la falibilidad, pero la actuación debe culminar. La confirmación del fallo será el intangible premio a su arduo y juicioso trabajo; la revocación se asume con humildad como una nueva enseñanza.
Las decisiones judiciales deben acatarse y respetarse por el bien de la Patria: “Las virtudes que más se honran en los magistrados, la imparcialidad, la resistencia a todas las seducciones del sentimiento, y esa serena indiferencia casi sacerdotal que purifica y recompone bajo la rígida fórmula de la ley los casos más turbios de la vida”, predicaba Piero Calamandrei.
Es mi defensa a la sacra tarea del(a) juez(a).