Durante más de tres décadas, quienes ejercemos el Derecho Penal hemos sido testigos de un tránsito profundo: del expediente físico al algoritmo, de la reflexión dogmática al análisis digital. Desde los años noventa, el Derecho Penal colombiano se erigió sobre las teorías del delito y las escuelas que explicaban la conducta humana y su reproche jurídico. Era un ejercicio dominado por la palabra, la argumentación y la interpretación sistemática.

En aquel contexto, la obra de Nodier Agudelo Betancur, especialmente Los esquemas del delito, sirvió de brújula intelectual para comprender la estructura racional del Derecho Penal: la acción, la tipicidad, la antijuridicidad, la culpabilidad y la punibilidad. Cada concepto respondía a un modo de entender la justicia desde la razón y la ética.

En los años noventa, el abogado penalista debía leer entre líneas, comparar testimonios y construir sus argumentos con base en la doctrina y la jurisprudencia. Era un trabajo artesanal y humano. Hoy, la irrupción de la inteligencia artificial (IA) transforma radicalmente esa práctica: los sistemas pueden analizar miles de decisiones judiciales, detectar patrones, recomendar criterios jurisprudenciales e incluso prever resultados procesales.

Pero esta nueva herramienta no sustituye la reflexión dogmática: la renueva. El abogado del siglo XXI debe comprender cómo los fundamentos del delito -los mismos que Nodier Agudelo enseñaba- pueden traducirse a lenguajes tecnológicos sin perder su sentido ético ni su profundidad humana.

Cada escuela del Derecho Penal ilumina de manera distinta esta transición. La escuela clásica, basada en la libertad y la culpabilidad moral, nos recuerda que ningún algoritmo puede juzgar sin comprender la intención humana. La positiva, centrada en la peligrosidad y las condiciones sociales, nos alerta del riesgo de una justicia automatizada que discrimine

mediante perfiles estadísticos. El finalismo, con su énfasis en la dirección consciente del acto, ofrece claves para programar sistemas que entiendan la conducta intencional.

Sin embargo, la diferencia esencial sigue siendo moral: la máquina procesa datos; el juez interpreta la vida. En el Derecho Penal, comprender sigue siendo el acto más humano de juzgar.

Ante este cambio, el Consejo Superior de la Judicatura y varias facultades de Derecho del país han comenzado a diseñar planes de formación para que los operadores jurídicos -jueces, fiscales, defensores y litigantes- adquieran competencias en el uso ético y técnico de la inteligencia artificial. El propósito no es reemplazar la razón jurídica, sino fortalecerla con herramientas que hagan más transparente y coherente la función judicial.

En las universidades, las cátedras de Derecho Penal deberán incorporar el estudio de la IA como nuevo instrumento probatorio y metodológico, sin sacrificar la reflexión filosófica que da sentido al Derecho. El desafío consiste en formar juristas capaces de comprender tanto el algoritmo como el alma del proceso penal.

La tentación de delegar decisiones en sistemas automáticos es grande, pero peligrosa. Si los jueces y abogados aceptan ciegamente los resultados de la IA, el Derecho se vaciará de empatía y juicio moral. La justicia no puede ser un cálculo: requiere ponderación, contexto y humanidad.

Como enseñaba Nodier Agudelo, el Derecho Penal debe seguir siendo una ciencia del espíritu. La tecnología puede apoyar la argumentación, pero el juicio ético sigue siendo responsabilidad del ser humano.

La IA no debe verse como una amenaza, sino como una oportunidad. Integrada de manera crítica y ética, puede fortalecer la transparencia, la coherencia y la precisión en las decisiones judiciales.

El reto contemporáneo es actualizar la dogmática sin renunciar a la filosofía penal. Así como en los años noventa aprendimos a razonar con las teorías del delito, hoy debemos aprender a razonar con datos, sin perder el juicio.

La justicia del futuro no será más justa por ser más rápida, sino por ser más consciente. Y esa conciencia -ética, racional y profundamente humana- seguirá siendo la tarea esencial del jurista.