La prisión injusta no es solo un error judicial; es una herida abierta que desgarra la vida de un ser humano y de quienes lo aman. No hay expediente ni folio que puedan contar la angustia, el miedo ni la desesperanza de quien ve su libertad arrebatada sin razones. Más que un dato, es un drama humano que afecta familias completas y fractura comunidades enteras. Hay vivencias que ninguna ley puede resumir, y la prisión injusta es, sin duda, una de ellas.
Como dijo Francesco Carnelutti, jurista italiano, “las miserias del proceso penal residen en su capacidad para humillar al inocente y prolongar el sufrimiento mismo de la justicia que pretende impartir”.
Una persona es detenida. Es señalada. Es trasladada lejos de su hogar. Su familia emprende viajes dolorosos, marcados por la incertidumbre, la vergüenza y la impotencia. Los hijos crecen sin una presencia esencial. La pareja sostiene, sola, un hogar que se desmorona. Los padres envejecen de tristeza. El tiempo se vuelve una carga insoportable. Luego de meses o incluso años, llega la frase que debió pronunciarse desde el inicio: usted es inocente. Pero esa absolución tardía no devuelve los días de encierro, ni los abrazos perdidos, ni la vida familiar que quedó suspendida.
La libertad recobrada no repara, por sí sola, la marca del encierro injusto. A la salida de la cárcel comienza otro calvario: el contencioso administrativo. La víctima debe probar lo evidente: que nunca debió estar tras las rejas. Debe acudir a un proceso que, aunque necesario, prolonga el sufrimiento. Espera durante años a que el Estado reconozca que falló y acepte su deber de reparar. Es un camino desgastante donde la justicia, aun cuando llega, suele hacerlo demasiado tarde.
Esta realidad interpela a nuestro sistema jurídico y a nuestra conciencia colectiva. El Consejo de Estado ha sido claro al afirmar que nadie está obligado a soportar una privación de la libertad que no se funde en pruebas sólidas. Si el Estado no logra desvirtuar la presunción de inocencia, la responsabilidad es objetiva: el daño es antijurídico porque nunca debió existir.
La Constitución no admite que la libertad sea tratada con ligereza. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reforzado esta idea: la prisión preventiva debe ser siempre excepcional y su abuso constituye una violación directa de los derechos humanos.
Cuando el Estado priva injustamente a alguien de su libertad, surge una obligación inmediata de reparación integral. La dignidad humana no se negocia, no se condiciona y no se posterga. Hablar de prisión injusta es hablar de seres humanos, no de cifras; de vidas interrumpidas, sueños truncados y familias quebradas. Por eso, la reparación debe ser un compromiso firme, rápido y humano. Porque una justicia tardía no es justicia.
Ya es hora de que se utilice la inteligencia artificial para reducir los términos procesales, agilizar decisiones y garantizar que la justicia llegue a tiempo justo. Porque quien es inocente nunca debería conocer el frío de una celda. Y si el Estado se equivoca, su obligación no es solo reparar: es evitar que la prisión injusta siga repitiéndose en un país que debe proteger, por encima de todo, la dignidad y la libertad de su gente.