Señor director,
Muchas veces, en ese tiempo, me pregunté para qué enredarse con la trigonometría y el cálculo, con los moles o las valencias, con los conjuntos y las derivadas. Y a fe que no me ha servido para nada lo que medio me enseñaron sobre ello. Lo cual no le quita la importancia de saber que eso existe y sirve y es la clave de muchas cosas. No había entonces el coraje de rebelarse contra la trigonometría, ni contra la idea de que todo debe tener un propósito inmediato. Hoy si: el maestro no es reverenciado, ni lo son las formas. Me preguntaría si hay algo que valga la pena aprender, aunque no sirva. El saber como constancia, como resistencia, como gesto poético y político.
¿Qué me diría hoy si fuese un chico que no tiene que preguntarse qué es sumar, ni cuánto es 7 por 9, en esta era de respuestas instantáneas y saberes delegados que aparecen en la pantalla antes siquiera de que la duda se forme? Tal vez preguntaría: ¿para qué pensar si todo está pensado? ¿para qué aprender si todo está disponible? ¿para qué demorarse si todo urge, si las profesiones desaparecerán puesto que la IA lo hace mejor?
Así es el desafío: no enseñar contenidos, sino la dignidad de demorarse, el valor de no saber, la belleza de pensar. Porque si todo está dado, lo único que queda por hacer es crear preguntas, mirar con ojos no programados, decir lo que aún no ha sido dicho.
¿Y si a ese chico en vez de memorizar fórmulas, lo provocaran para que escribiera sobre el seno y el coseno como metáforas del vaivén de la vida? ¿Y si los moles fueran personajes de una historia química sobre la transformación? ¿Y si las valencias fueran símbolos de los vínculos humanos, de lo que une y separa?
Ese chico —tú, todos— no necesita saber cuánto es 7 por 9. Necesita saber que hay cosas cuyo cálculo hay que inventar. Y que ahí hay aprendizaje.
Luis Fernando Gutiérrez Cardona

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