Foto | Lector | LA PATRIA María Belisa Orozco Castaño en compañía de su nieto Jacob.

Y sí… Luego de muchas dolencias, tristezas, visitas médicas, reanimaciones, dosis mil de medicamentos, desplazamientos al hospital y, lo principal: “¡pilas con el oxígeno!”, un 21 de julio del 2025, antes de la media mañana, partió hacia otras dimensiones la Tía Mona; la mamá, la hermana, la abuela, la bisabuela, la suegra, la prima y, por sobre todo, la tía de todos.
Ella, María Belisa Orozco Castaño, tenía que ver con todos los suyos: sus sobrinos, los hijos de estos, y más allá. Cuando gozaba de buena salud, le daba la vuelta a toda la familia. Quienes no somos muy dados a las visitas, sin ser antisociales, nos poníamos al día con ella. Dejando el chisme a un lado, nos contaba quién estaba enfermo, quién se había ido de paseo, de los nuevos trabajos, de los logros de cada uno. También fue niñera, enfermera, cuidadora.
Todos la llamábamos, e igual ella reclamaba cuando resentía las ausencias. Era receptora de vivencias, alegrías, tristezas y nuevos logros de parientes y amigos cercanos. Su risa era contagiosa, su conversación fluida, llena de historias… unas verdaderas, otras no tanto, pero quienes la conocíamos y sabíamos de sus exageraciones, simplemente nos las gozábamos.
Cómo olvidar su sazón, que al igual que la de mi mamá, Olga Libia, era prodigiosa. Sus manos tenían la virtud de convertir unos simples fríjoles, un zancocho, un bistec, un arroz o un sudado en manjares. Y es que hasta un simple tinto, hecho por sus manos, tenía un sabor especial, distinto.
Uno de sus pasatiempos favoritos era “dar la vuelta” por el centro de Manizales. Entrábamos a los almacenes de la 19, la 21 y la 22 a averiguar precios, antojarnos, comparar costos. Comprábamos cosas que ni necesitábamos, pero ella lo disfrutaba. Luego venía el tinto con pandequeso en alguna cafetería del centro y, ya cayendo la tarde, un taxi… y hasta dentro de ocho días.
Otro pasatiempo que adoraba era jugar parqués. La cita era todos los sábados en el barrio Centenario, y luego en Estambul, donde vivían ella y la tía Inés, en pisos distintos. Allí se reunían ellas, el tío Fernando con su familia, algunas primas y una que otra vecina.
Había que ver esas reuniones… bueno, ver, es un decir, porque el humo lo impedía. Eran tardes enteras de risas, exclamaciones de bajo calibre, tinto, incontables monedas y muchos espectadores que se solazaban con tremendo jolgorio. Por supuesto, las cajetillas de cigarrillos y los ceniceros llenos no podían faltar. A veces, parecía que no apostaban por quién ganaba el parqués, sino por quién fumaba más.
Y entonces llegó el momento en que el tal cigarrillo le pasó su “cuenta de cobro” y la obligó a depender de un aparato de oxígeno. Así fue debilitándose. Su voz se volvió tenue. Su pasatiempo se redujo a ver telenovelas turcas por las tardes. Ya no pudimos volver a caminar por el centro, ni a disfrutar de sus historias reales o no, ni de su risa alegre, ni de sus viandas. Y el parqués pasó a un segundo plano.
Ahora bien, “Fumar es un placer” es el nombre de una canción que le encantaba a la tía, interpretada por Sarita Montiel. Y sí, puede que sea un placer… pero, ¿a qué costo?
Por: Alba Nelfy Bernal Orozco

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