“La escuela no sirve para nada”

Los crímenes más grandes de la historia nacional e internacional, los saqueos más suculentos, los desfalcos más atrevidos, los mayores actos de corrupción y las redes más poderosas del narcotráfico y del contrabando han sido perpetrados por personas muy inteligentes, sagaces y hábiles; como decimos popularmente: grandes cerebros, cabezas muy bien puestas.
Podríamos recordar robos monumentales en el mundo que la historia registra entre “los mejores”: el robo al Banco de Bagdad en marzo de 2003 en Estados Unidos, el robo al Banco Central de Fortaleza en agosto de 2005 en Brasil, el asalto a la joyería Harry Wiston en diciembre de 2008 en París, y como estos, muchos otros. En materia de corrupción basta con repasar el caso del expresidente de Túnez Zine El Abidine Ban Ali; el sonadísimo caso de la FIFA; Petrobras en Brasil; o también el caso del expresidente Ricardo Martinelli en Panamá, y la lista es bastante extensa.
En Colombia la situación no es diferente en materia de corrupción: Reficar en Cartagena, el cartel de la hemofilia en Bolívar, los desfalcos al Programa de Alimentación Escolar (PAE), Interbolsa, SaludCoop y Odebrecht. Y en materia de atracos, robos y asaltos mencionaría el del Banco de la República en Valledupar, el desfalco a la caja vocacional a manos de un alto jerarca de la Iglesia y el robo de los 13,5 millones de dólares del tesoro nacional depositado en el Chase Manhattan Bank en Londres a manos del connotado economista Roberto Soto Prieto.
En este recorrido por hechos delictuosos es posible identificar un común denominador, y es que sus protagonistas han sido personajes de gran talla intelectual; todos poseen abundantes méritos académicos y, algunos, hasta reconocimientos científicos. Philippe Perrenoud, un revolucionario sociólogo suizo experto en temas de pedagogía de la enseñanza, luego del impresionante ataque a las Torres Gemelas en Estados Unidos, escribió un importante artículo denominado “La escuela no sirve para nada”. Su motivación fundamental es que siendo Osama bin Laden un erudito ingeniero civil que adquirió sus conocimientos en la escuela, los usó para perpetrar este monumental crimen que acabó con la vida de más de 3.000 personas aquel 11 de septiembre de 2001 en el World Trade Center.
Quiero provocar la reflexión en quienes movilizamos la escuela, pero también en quienes la otean con alguna distancia. Agradezco al sociólogo por su interesante y polémico artículo, ya que posibilita una reflexión para nada superficial que nos sumerge en el ADN de la escuela. Para el propósito que me ocupa, solo formularé algunas preguntas que encausan mi reflexión y, quizá, la discusión colectiva. Al final me atreveré a dejar solo una primera impresión, aunque continuaré con mi discernimiento.
¿Cuál es la misión primaria de la escuela? ¿Quién debe asumir la responsabilidad formativa por actos como los referidos? ¿Hasta dónde llega la responsabilidad del Estado y qué diferencia hay con la de la escuela? ¿Qué responsabilidad tiene la escuela cuando sus egresados son delincuentes? ¿Cuáles son los linderos de responsabilidad entre la sociedad, el Estado, la familia y la escuela?
En lo personal y para abrir la discusión, debo decir que si bien es cierto que la escuela se equivoca en la persona de sus maestros y sus directivos, no es menos cierto que dicha equivocación no es suficiente para engendrar a un delincuente —seguramente un ser humano signado por algunas heridas que permanecerán de por vida, lo cual es lamentable—, porque de la escuela y de los maestros, con algunas excepciones, casi siempre quedan bellas lecciones.
Pero cuando estamos ante un ser humano que ha renunciado totalmente a los códigos de la ética, los valores y la dignidad humana, y se ha convertido en un ser humano moralmente indeseable, seguro estoy de que hasta allí no alcanza la escuela, aunque así se lo propusiera. Estas responsabilidades, estas culpas, hay que hurgarlas en escenarios de vida de mayor intensidad y de mayor influencia. Sin embargo, es cierto que la escuela no ha logrado en dicha persona el sano equilibrio de sus descompensaciones, es decir, no las ha generado, pero tampoco las ha intervenido y contrarrestado con satisfacción. Y acá tenemos una gran tarea.