Avianca low cost

La aerolínea Avianca lleva veinte años reduciendo costos. Hasta finales del siglo XX, la segunda aerolínea más antigua del mundo y otrora orgullo nacional, llegaba a destinos tan variopintos como Nuquí y Capurganá, Zurich (Suiza) y Riga (Letonia), y su servicio “ruana roja” se ofrecía a todos los pasajeros, no solo a los de primera clase: cubertería metálica, vasos de vidrio, cobijas y almohadas. Incluso en trayectos cortos como Manizales - Bogotá ofrecían algo de comer y beber. De eso, sin embargo, solo queda el recuerdo.
De 1994 a la fecha, Avianca ha sufrido varios cambios en su estructura como negocio, en su flotilla de aviones y en sus rutas. Absorbió a rivales sus nacionales, la Sociedad Aeronáutica de Medellín- SAM y las Aerolíneas Centrales de Colombia - ACES, para volverse un monopolio y limitar la cobertura. Se volvió un conglomerado internacional que cotiza en la Bolsa de Valores de Nueva York, y cuyo mayor accionista, Germán Eframovich, se endeudó comprando 51 aviones Airbus A320 y construyendo edificios y sedes, por lo que tuvo que ceder su poder a la United Airlines. Se ha quebrado y se ha recuperado; se repuso del S-11 de la protesta de pilotos más larga de la historia, del caos administrativo y del Covid-19. Su marca es reconocida a nivel mundial y asociada a experiencia y buen servicio, al punto que en 2017 la World Travel Awards la premió como la Mejor aerolínea de Sudamérica. Es por ello que sus accionistas se rehúsan a reconocer que, de tanto reducir costos, se convirtieron en una aerolínea low cost.
La empresa que antes fue orgullo nacional y que ahora pertenece a un conglomerado extranjero con sede en el Reino Unido, abarató tanto sus servicios que el trato que actualmente se le da al pasajero se asemeja al que los negreros daban a su carga en los Guineaman: sillas incómodas, espacios estrechos y ni agua te dan. Todo a unas tarifas que no se compadecen.
En estas últimas dos semanas tuve la oportunidad de comparar el servicio de Avianca con el de LATAM, su competencia latinoamericana, y la diferencia es abismal. A pesar de que en ambas los espacios para los viajeros se redujo (uno desea la amputación de extremidades a mitad del vuelo), en LATAM hay variado servicio de entretenimiento, sillas reclinables, comida e hidratación constante incluida en el costo del pasaje; en Avianca hasta el agua la cobran.
Con la nueva alerta por Covid-19 el uso de la mascarilla es obligatorio durante el vuelo, pero no se respeta la distancia o la salud de los pasajeros. Fueron seis horas en una silla plástica que no se reclina, sintiendo cómo la piel se reseca por la ventilación de la cabina. Las personas se deshidratan y la única opción es usar tarjeta de crédito y pagar $ 8.000 por una botella de 250 mililitros de agua, porque ingresar alimentos y bebidas es visto con recelo por los asistentes de vuelo, si es que no se los han quitado antes en los controles de las autoridades aeroportuarias. Sobra decir que aterricé momificado.
El tiquete de Avianca es dos veces más costoso que el de su competencia, y dos veces peor el servicio. Quejarse es aullarle a la Luna porque se escudan en que la tarifa esto, la letra menuda aquello o que las políticas de la empresa cambiaron y el servicio previamente acordado se eliminó. La Superintendencia de Industria y Comercio, responsable de hacer valer los derechos de los pasajeros, pide que se denuncien hechos que atenten contra el usuario, pero nunca toman medidas; las quejas parecen quedar archivadas en un anaquel u ocupando espacio en una nube. Avianca, mientras tanto, sigue abusando y sacando provecho de su reconocimiento internacional. Actúa con el arribismo del millonario venido a menos que no reconoce que bajó de estatus. Ya viene siendo hora de que a esta aerolínea la aterricen.