Manizales y el sol detrás de las nubes

Varias veces a bordo de un avión me he prometido recordar esta imagen en momentos de necesidad: desde el aeropuerto el cielo puede verse encapotado y gris pero después de unos minutos de vuelo, cuando la nave atraviesa la capa de nubes y se estabiliza a cierta altura, aparece el sol radiante que no se ve desde abajo. Lo mismo ocurre con la vida: cuando todo se ve oscuro y sombrío lo que nos ilumina o nos da brillo sigue ahí cerquita, aunque se nuble.
Este primer párrafo me quedó como un texto de autoayuda, pero qué le vamos a hacer: en los últimos meses hemos vivido circunstancias que opacan el horizonte, como la pandemia, Liberland, el rayo acelerador, los malos resultados del Once, la ida de los Sabios, el golpe económico por la actividad del Ruiz y la crisis del gas que nos cayó esta semana. Hemos padecido una ducha helada conjunta y por eso quiero escribir esta columna como si fuera un abrazo.
Hay gente de afuera que se pregunta por qué nos quedamos viviendo al lado de un volcán activo habiendo tanto sitio habitable en el planeta. Los caldenses tenemos mil respuestas para esa pregunta, pero me gusta pensar que una de las razones es la posibilidad de ver todos los días la cumbre nevada del Cumanday. Gente amable y maluca hay en todos lados, pero un paisaje de montañas verdes, atardeceres y nevado como el que disfrutamos al abrir la ventana es difícil de encontrar.
También es una maravilla vivir en una ciudad con tantas universidades acreditadas de alta calidad y, en consecuencia, con tantos académicos que piensan desde acá el mundo y la región. Cuando el Servicio Geológico confirmó que la salida de gases y las temperaturas de más de 700 grados en Cerro Bravo, que empezaron hace casi 2 semanas, no tenían origen volcánico, la falta de explicación generó incertidumbre. Fue a un profesor de acá, al geólogo Gonzalo Duque Escobar, a quien le leí por primera vez la palabra “turbera” y la descripción de un incendio de material orgánico subterráneo. Como él hay muchos otros investigadores pensando asuntos locales como la economía cafetera, las empresas familiares, el suicidio, la salud, la violencia política y un largo etcétera que es un patrimonio valioso. Me gusta el clima. Amo las madrugadas en las que nuestras calles prolongan el bosque de niebla, pero amo también esta temperatura primaveral que nos permite oír pájaros todo el año. Y amo que aquí cerquita habiten pumas, venados, cóndores y una fauna silvestre variada que enriquece nuestro territorio.
Me encanta estar a 20 minutos de cualquier punto de la ciudad, a una hora de Pereira, a menos de dos de Armenia, poder visitar tantos pueblos cercanos y bonitos y gozar con una gastronomía que va mucho más allá de los fríjoles, las arepas y las obleas de Chipre, que también disfruto. Si de platos típicos hablamos, sugiero incluir los productos de La Suiza, La Victoria, Súper y Normandy, y no menciono más marcas para evitar que me trasladen a la sección de publirreportajes.
Manizales tiene una dinámica cultural imparable. Este semestre he sido usuaria casi diaria del Banco de la República, un lugar al que vamos 10.000 personas al mes a buscar alguno de los más de 90.000 títulos disponibles. El Banco hizo parte de la “Semana de los museos” que unió hace poco a 10 espacios expositivos, entre los que estuvieron La Jaus, una galería joven y creativa, y Bestiario, una nueva casa de arte que abrió hace dos meses en Milán, soñada por gente a la que las crisis le estimulan el gen emprendedor.
Hay más: acá se edita la revista cultural más antigua de Colombia, Aleph, que en octubre cumple 57 años; “los Octavios” Escobar y Arbeláez ya están trabajando en las próximas ediciones de la Feria del Libro y el Festival de Teatro, respectivamente, que siempre ofrecen encuentros alegres y estimulantes, y disfrutamos el lujo de una Orquesta Sinfónica que dinamiza el rico circuito de musical local.
Es largo el inventario de nuestras riquezas. La más valiosa es la red de afectos y memoria que nos sobrepone de las malas rachas. Ésta también pasará.