En cuerpo de mamá

Cuando supe que estaba embarazada la psicóloga me explicó que la gestación era un proceso mental en forma de embudo: al principio uno piensa en el bebé, el trabajo, el fin de semana, la factura pendiente y otra cantidad de cosas, pero a medida que avanzan los meses la criatura empieza a ocupar todos los resquicios de la mente, así como su presencia se siente en insospechados rincones del cuerpo.
Después llega el día. Algunas lo ven como una fecha anhelada, pero yo, primeriza, pensaba en el parto con terror. Si hubiera dependido de mi cobardía habría tenido un embarazo de 15 meses o 2 años. Hay tantas películas con gritos desgarradores y testimonios de punzadas indescriptibles, que ni siquiera la emoción de ver a mi hija me permitió sacar de mi embudo mental la zozobra por el dolor venidero.
Gloria eterna a Fidel Pagés Miravé quien, según leo, murió olvidado y sin reconocimiento. Merece calles, placas y monumentos: a él le debemos la anestesia epidural.
De las cosas más impactantes que ocurren después del parto es la sorpresa ante el espejo. ¿Qué pasó aquí?: aunque el bebé ya nació, la panzota sigue ahí, idéntica y enorme, como si uno estuviera esperando mellizos y aún faltara uno por salir.
“Todavía estás hinchada” es un mensaje de consolación para evitar pensar “quedé muy gorda”. Las amigas resultan ser expertas en fajas. “Amamantar ayuda a que recuperar el peso que tenías” es una frase recurrente, y en cada gota de leche la materna anhela expulsar grasas y calorías por millones.
“La materna” era como se referían a nosotras en el curso psicoprofiláctico que tomé. Las enfermeras hablan de “la mamita” o “la embarazadita”, aunque por el volumen del cuerpo sería más preciso usar aumentativos.
Sólo los monos y los humanos podemos amamantar mirando a los ojos a la cría y hay algo conmovedor y animal en ese acto milagroso. Pero más allá del romanticismo, los kilos que perdí en la lactancia los subí en menos de dos años con el anticonceptivo que me implantaron en el brazo. Ahí asumí que el cuerpo que tuve se había ido para siempre y que las cirugías estéticas, el ejercicio y las dietas son un sacrificio para la salud física o mental, pero no para darle gusto a los demás.
Hoy se celebra el Día de la Madre, una de las festividades de mayor trascendencia social en Colombia. Suele ser la fecha con la tasa de homicidios más alta del año y el día de las colas interminables en los restaurantes. “Madre sólo hay una” se repite en todas partes, y es bonito ver en las redes sociales fotos de gente abrazada, con mensajes rebosantes de amor, sin miedo a la cursilería.
Pero pasará este día y volverán los otros mensajes, en los que se habla de las mujeres como si fuéramos inertes esculturas de plástico. “Se le notan los años”, “las tiene caídas”, “debería taparse las canas”, “está muy vieja”, “esas patas de gallina en los ojos”, “¡qué ojeras!”, “se le ve barriga”, “por detrás es una tabla” y tantos otros comentarios que juzgan el cuerpo femenino como si los lanzara alguien con cama permanente en una cámara de criogenia.
Por supuesto que también hay críticas negativas hacia la apariencia física de algunos hombres —y también sobran —, y hay mujeres de todas las edades, mamás o no, que reciben opiniones no pedidas sobre cómo se ven. Pero encuentro particularmente contradictorio que una sociedad que expresa tanto amor hacia las madres se refiera con cruel dureza a mujeres que albergaron durante nueve meses a un bebé y que, como resultado esa gestación que les parece tan bonita, el cuerpo haya quedado con estrías, celulitis y una cantidad de huellas, empezando por la cicatriz de la cesárea, que en Colombia se practica al 45,9% de las “mamitas”, aunque la OMS recomienda no superar el 15%.
Le oí a una médica que luego del parto los huesos tardan dos años en regresar a su sitio. La mente, en cambio, sigue en modo embudo durante mucho más tiempo y el cuerpo, con cicatrices, estrías y celulitis es memoria feliz de ese asombro de ser mamá.