El inquieto Cumanday

Por muchos años la palabra Cumanday significó para mí un teatro. Era una sala de cine ubicada en el centro de Manizales, a la que a veces mis papás nos llevaban a matiné. Desapareció por la misma época en la que también se extinguieron El Cid, El Teatro Colombia y hasta el Teatro Manizales, que exhibía películas triple X a una cuadra de la Galería.
En algún momento de la infancia entendí que el Teatro Cumanday se llamaba así por el nombre que los indígenas le dieron al Nevado del Ruiz, aunque según la escritora Uva Jaramillo Gaitán el original pudo haber sido Camunday.
En 1924 en su “Historia de la ciudad de Manizales” el Padre Fabo describió al Ruiz como un volcán “hoy apagado del todo”. A ese optimismo, desvirtuado por los años, le sumó una anécdota interesante: contó que fue Uva Jaramillo Gaitán quien le habló por primera vez del nombre Cumanday, pero también le habló del Camunday. Ella nació en Líbano, Tolima, en 1893 y vivió hasta su juventud en una finca en el páramo. Después de escribir sobre el Ruiz alguien le dijo que “los indios llamaban al nevado Cumanday, con lo cual significaban banco hermoso; también lo llamaban Tama, que significa padre mayor o grande”, pero otra persona le contó que el Camunday había sepultado a 636 personas, casi todas de la tribu de los Gualíes. Dijo “se les vino encima Camunday” y no Cumanday. El Padre Fabo dejó consignada la duda sobre el nombre, pero esa vacilación se evaporó más rápido que la fumarola. Hoy podríamos estar usando un término trastocado, con la misma confianza con la que él habló de un volcán apagado.
Blanca Isaza de Jaramillo Meza también escribió sobre el nevado. En 1938 publicó en La Patria una escena que parece de hoy: habló de los turistas que llegan a Manizales “ansiosos de contemplar El Ruiz y llevarse a sus tierras grabado en el alma el diseño de su cono volcánico destacado en relieve”, pero ese deseo se frustra porque el Ruiz madruga a “ponerse desde el alba su capuchón de nubes” y se esconde egoísta a los ojos del visitante.
Puede ocultarse, pero después de la tragedia de 1985 el Cumanday vive en permanente observación y por eso sabemos que en estos días su interior anda muy inquieto, aunque a simple vista luzca igual que siempre: hermoso y blanco, con esa fumarola poderosa que hace alarde de lo vivo que está el reino mineral en nuestro territorio.
Explican desde el Servicio Geológico Colombiano que hace apenas tres semanas, cuando el nivel de actividad estaba en amarillo, se registraban alrededor de 50 sismos diarios dentro del volcán. Entre los múltiples factores que llevaron a que subiera el nivel de actividad a naranja fue que los sismos subieron a 11.000 por día. Es fantástico que ni uno solo de esos temblorcitos se sienta fuerte desde Manizales y que el doloroso desastre de Armero nos haya dejado como legado los mapas de riesgo y la sofisticada red de equipos que monitorean todo el tiempo el volcán, como un paciente en cuidados intensivos, al que le revisan cada segundo la temperatura, los sismos, los gases, los líquidos que suelta.
Aunque a Manizales solo le caiga ceniza, temo que la simple inquietud del Cumanday ya nos esté dejando secuelas. Nadie sabe cuánto tiempo durará este nivel de actividad del volcán, pero noto que el de zozobra es inversamente proporcional a la distancia del cráter: muchos de quienes viven a orillas del nevado o de los ríos que allí nacen se resisten a evacuar y, en contraste, colombianos en el exterior piden por redes que evacuemos toda la región de manera preventiva. Es necesario encontrar el difícil justo medio: confiar en los monitoreos y las alertas de las autoridades que pueden salvar vidas y, al mismo tiempo, evitar un pánico sobredimensionado que impacte el normal desarrollo económico y social de una región que aprendió a vivir al pie del León Dormido, porque los ronquidos del cráter Arenas nos mantienen muy despiertos desde hace años.
Apenas estamos recuperándonos de la pandemia. Una desaceleración económica por efecto del volcán sería catastrófica, aún sin erupción.