En el siglo XXI en América Latina, que tuvo en el siglo anterior épocas variadas y maravillosas en el campo literario, desde la revolucionaria generación modernista hasta el auge novelístico de la segunda mitad del siglo, pasando por épocas vanguardistas y criollistas, la novela se ha convertido en el género preferido por las editoriales multinacionales y algunas instituciones culturales, como si esa fuera solo la única posibilidad de ejercer la literatura.
Y lo grave no es que privilegien la novela, ya que en el siglo anterior ese género ahora casi muerto llegó a sus máximos niveles con obras tan importantes como en Busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Ulyses de James Joyce, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, La montaña mágica de Thomas Mann, La vorágine de José Eustasio Rivera o Macunaima de Mario de Andrade, sino que abogan por una novelística escrita con una prosa insípida que agencia argumentos y formas de donde están vedados cualquier imaginación o rebeldía, toda expresión de cambio.
Cada temporada aparecen en los países latinoamericanos decenas y a veces centenares de novelas donde nuevos autores se esmeran por acomodarse a los gustos de sus editores, que a la vez son los empleadores y se guían por las instrucciones que las sedes promueven a toda costa según las modas del momento, a veces novelas autobiográficas, históricas, de ciencia ficción, temas judiciales, semblanzas de estrellas de la farándula o de bandidos famosos, historias de amor convencional y rancio o temas recurrentes conectados con los acontecimientos o mitos de cada país, como la violencia y los narcos en Colombia, el tango, el Che y Evita en Argentina, Pancho Villa o María Félix en México.
Se podría decir que los novelistas de estas dos primeras décadas del siglo en nuestra lengua y en otras se han vuelto lastimosos borregos de la industria editorial y que de antemano han renunciado a los bienes más preciados de la literatura, que han sido siempre la libertad y la independencia y la escucha de la voz profunda del autor expresada en la palabra como una huella digital.
En la actualidad las grandes novelas de todos los tiempos serían rechazadas sin contemplación alguna por los comités editoriales de las casas editoras multinacionales, cada vez más concentradas y monopólicas y gobernadas por una horda de aburridos mánagers enemigos del arte, la literatura y el pensamiento. Serían rechazadas la gran novela La vida, instrucciones de uso de Georges Perec o Rayuela de Julio Cortázar, para mencionar solo dos que salieron en la década de los 60 del siglo pasado.
Solo basta leer el Ulises de Joyce para calibrar el horror que un libro como ese podría suscitar en los comités editoriales de la actualidad. Todo allí en ese libro se opone a lo que se exige hoy. Frases cortas, masticadas, emociones y sensaciones banales, oraciones insulsas y mediocres en boga han reemplazado obscenidades, vulgaridades, desenmascaramientos de la tradición y las costumbres imperantes, uso de neologismos cada vez más delirantes, juegos de palabras y lucidas inmersiones en la vida cotidiana y los utensilios que la acompañan como era la práctica del cegatón y políglota de Dublín. Y no solo él: también dos grandes como el Rabelais de Gargantúa y Pantagruel y el Laurence Stern de Tristam Shandy, dos de las novelas más subversivas de todos los tiempos.
No me imagino la cara que harían hoy los ignaros editores ante las obras de Marcel Proust, John Dos Passos, Hermannn Broch, Joseph Rooth, Virginia Wolf, Mercé Rodoreda, Djuna Barnes, Anaïs Nin, Blaise Cendrars, Henry Miller y tantos otros autores del siglo XX que escribieron como guerreros suicidas para cuestionar su tiempo y las tradiciones que los sustentaban.
Ya puede uno imaginarse como se sonrojarían y se asombrarían los pudibundos consejeros editoriales de hoy ante la subversión de tales obras del siglo pasado e incluso frente a las tantas que en épocas anteriores fueron a veces más transgresoras aun, como las del Marqués de Sade, Restif de la Bretonne y otros libertinos del siglo XVIII, o autores notables como Leopold Sacher Masoch, Charles Baudelaire, Barbey d’Aurevilly, Edgar Allan Poe u Oscar Wilde, entre muchos otros. Y eso sin contar El Ramayana y El Mahabarata de la India, Las mil y una noches y las diversas sagas bíblicas y caballerescas.