De las experiencias más conmovedoras en el oficio de cubrir para la prensa catástrofes o fenómenos meteorológicos graves, sin duda los huracanes, que en esta temporada están de moda, se llevan las palmas junto a terremotos y erupciones de volcanes. Los huracanes llevan en América este nombre, pero en el sudeste asiático los califican de ciclones y allí son tan devastadores como a este lado del planeta. Los nuestros al parecer se originan en el Atlántico sur y van tomando fuerza a medida que avanzan hacia el norte para llegar a su clímax en el Caribe.
Esto ocurre sin falta cada año desde siempre, pero en la actualidad, debido a los altos niveles poblacionales de los diversos países afectados y a la precariedad de las construcciones y a la pobreza de sus habitantes, su paso agrega a la tragedia ancestral aún más desastres, con altos balances de muertes y consecuencias sociales que tardan años en solucionarse.
Pero lo increíble es que a pesar de esa intermitencia, cada episodio toma cada año por sorpresa a los gobiernos y casi nunca se toman medidas preventivas o al menos se realizan las previsiones necesarias para venir con urgencia en ayuda de los damnificados de siempre, que son los pobres. En India, Bangladés y Pakistán, en Haití y las islas caribeñas cada año es la misma historia, el destino ineluctable que se repite sin cesar desde tiempos inmemoriales.
Hay zonas y regiones del mundo mucho más propicias a las catástrofes que otras. En amplios territorios y planicies no tiembla nunca y en otros es escasa la lluvia y el paso de los huracanes, aunque allí también se presentan con puntualidad recurrente otras amenazas catastróficas como son las sequías que traen hambrunas y enfermedades y obligan a la población al éxodo.
Todo el continente americano, desde Alaska hasta la Patagonia, está amenazado siempre por los terremotos debido a la fricción permanente de poderosas placas tectónicas que poco a poco crean esas impresionantes cordilleras y crestas que son territorios vivos y se ven sacudidos por sismos de todas las magnitudes y a veces por terremotos devastadores que arrasan con todo. A lo que se agrega la actividad de los volcanes tan presentes en esas grietas tectónicas profundas por donde el magma calcinante de la tierra viaja hasta la superficie con lentitud, acumulando fuerzas hasta el estallido.
Igual que los habitantes de sitios sísmicos o inundables, quienes viven junto a los volcanes olvidan que tarde o temprano esas moles volverán a activarse como sucedió con el Vesubio, que sepultó a Pompeya y que aún hoy está ahí amenazante, aunque dos milenios después los turistas acudan con frecuencia a visitar las calles y los museos de aquellas ciudades romanas que fueron sepultadas por la piedra y la ceniza ardientes.
Sin duda los habitantes milenarios ancestrales americanos temían y conocían el efecto de los terremotos, pero por la baja densidad poblacional o la naturaleza de sus construcciones eran menos propensos a ser afectados y quedar atrapados entre las ruinas de sus casas. Bastaba salir de la choza para estar a salvo, aunque el tremor de sismo dejara una huella inolvidable de pavor que obligaban a hacer sacrificios a los dioses.
En el siglo XX, cuando estos territorios decidieron optar por el cemento, las avenidas y las grandes urbes llenas de rascacielos, signos del llamado progreso, los terremotos causaron destrucción y miles de personas han perecido atrapados en las ruinas de sus frágiles edificios de apartamentos. Pero aunque lo saben, las inmobiliarias siguen construyendo torres de mala calidad en sitios montañosos y sísmicos y la gente sigue comprándoles sus adefesios.
Las poderosas empresas constructoras levantan rascacielos y edificios en las ciudades y pueblos como si olvidaran los grandes terremotos que destruyeron zonas enteras como en San Francisco, México, Centroamérica, Perú y Chile y otros lugares. Por donde uno recorra el continente ve crecer como hongos edificios construidos a veces junto a abismos por irresponsables negociantes inmobiliarios protegidos por alcaldes, gobernadores y autoridades del ramo encargadas de alertar, pero que callan ante el poder del dinero.
Los terremotos destruyen Nicaragua, Guatemala, San Salvador, México, Lima, Santiago o a muchas poblaciones de las zonas interiores lejos de las capitales, pero después de unos días en las primeras planas todo se olvida y la vida sigue igual. Los huracanes azotan y destruyen y son primicia en las noticias televisivas unos días y después el asunto se olvida hasta el año entrante. E igual ocurre con los volcanes y las inundaciones de los ríos en temporadas de lluvia, como si viviéramos en el territorio permanente del olvido.