¿Sinónimos?
Señor director:
Eduardo García Aguilar, escritor manizaleño de talla internacional (ha vivido en Estados Unidos, Méjico y París, y ha viajado por la ceca y la meca) no ha recibido la consideración y valoración que merece; eppur si muove, “ y sin embargo se mueve” en el mundo literario. Sostiene una columna en La Patria los domingos y su lectura cautiva, es amena, instruye y plantea tesis importantes en el campo del pensamiento, de la cultura y de la política.
El último día del año 2022, el 31 de diciembre, el periódico de casa publicó un escrito de García Aguilar, artículo que lleva por título En la tumba de Lenin, muy interesante y “entretenido” (quizás mejor, entretenedor), pero revelador de que Eduardo no conoce mucho de caballos. Y no tiene por qué saber de ellos, dedicado como está al universo de las letras y de la cultura.
El principal indicio de que es lego en materias equinas es lo que afirma en la columna: “… esos monarcas de las planicies mongolas y siberianas que hace milenios recorrían a gran velocidad el territorio sobre magníficos alazanes criados en Samarcanda, Yakutia, Kiev o Nobosibirsk (sic)”.
Vayamos por partes, como Jack el Destripador. Primero, no es seguro “que hace milenios… “. En efecto, Mongolia fue unificada en el siglo XII de la era cristiana bajo el caudillaje de Gengis Jan; Tamerlán, caudillo tártaro, reconstruyó un gran imperio en el Asia Central, en el siglo XIV después de Cristo. Los tártaros, tribu mongol, tras las invasiones dirigidas por Gangis Jan, se unieron a los turcos y formaron la Horda de Oro; se establecieron desde el siglo XIV en el Sur de Rusia y Asia Menor. Esto se colige de la lectura del Diccionario enciclopédico básico Salvat/uno.
Segundo, no está por demás dudar de que los caballos mongoles se desplazaban a gran velocidad. No eran purasangre ingleses, ni siquiera cuarto-de-milla; eran una raza rústica y nada atractiva en cuanto a belleza, y se caracterizaban por ser más resistentes que rápidos.
Tercero, de magníficos, ni tanto honor ni tanta indignidad. Magníficos en cuanto a resistencia, ordinarios y de baja calidad en otros aspectos importantes.
Cuarto, lo más notable en el artículo de nuestro Eduardo: alazanes no es un término sinónimo de caballos. Este error lo cometió otro columnista del diario manizaleño hace algunos años. Alazán es una capa o manto de los equinos, esto es, un color, el color rojizo semejante al de la canela. El pelo, la crin (o las crines) y la cola han de ser de este color, que admite variaciones: alazán tostado, alazán quemado, alazán claro, etc. La mejor explicación del color alazán se encuentra en el extraordinario estudio realizado por don Guillermo Londoño Morales, fundador y presidente de la Federación Colombiana de Vaquería, deporte ecuestre extremo pero muy bonito, y fundador y propietario de la Talabartería Guillermo Londoño, en Medellín. Entre paréntesis, gran señor, amigo noble y escritor castizo y ameno. Su libro, hermosamente ilustrado, se intitula Los caballos y sus colores.
Cuenta le leyenda beduina que el Profeta Mahoma decía que si le presentaran en fila todos los caballos árabes, quiero decir ejemplares de todas las capas, mantos o colores, él escogería el alazán. Y razón no le faltaba. Aquí, en la vereda La Florida, de Villamaría, primero en Pesebreras Santa Cruz y luego en el Criadero La Florida, cerca de Gallinazo, estuvo estabulado Califa, potro alazán tostado de pura raza árabe. En Santa Cruz empezó a domarlo el montador William; en el criadero terminó de educarlo el montador Mauricio Suárez, quien me dejó montarlo dos veces: la primera en el picadero redondo y cubierto, el torno; la segunda en el picadero al aire libre o corral grande o pista, y en la carretera destapada. Sobre el piso del torno parecía una alfombra mágica, dado que el caballo árabe se mueve como el antílope (concepto de don Diego Castaño Ospina, criador y adiestrador de árabes en Viterbo, Caldas); sobre la arena de la pista y en la carretera me pareció aceptablemente suave y manejable. Se lo llevaron para una finca en la vereda de El Pindo, de Villamaría. ¡Ese cojudo era una belleza!
Don Cecilio Rojas
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