El tiempo
 El día octavo del mes de las ánimas del año de gracia 2022 el Espíritu Santo invadió “los vacíos aposentos de mi cabeza” (palabras ofensivas que un ganapán le espetó a don Quijote), mis entendederas, en esta ciudad calificada por sus habitantes como el mejor vividero del mundo. La Paloma celestial me alumbró el caletre y me activó la memoria cuando vi en un “almacén agáchese” la desmirriada réplica del almanaque Pielroja, con las hojitas diarias desprendibles, mas no con el nombre del santo de la fecha. Un calendario, un medidor y señalador del tiempo.
 No me refiero al importante diario bogotano ni al clima o tiempo atmosférico sino al que Aristóteles definió como “la medida del movimiento según el antes y el después”. Valiente gracia, pues de lo que se trata es de comprender, precisamente, el antes y el después. Con esta definición dada por el Estagirita nos quedamos viendo un chispero, quedamos mirando p´al páramo. El preceptor de Alejandro Magno incurrió ahí en una petitio principii, una petición de principio, descubrió el agua tibia.
 Empecemos por el sabio Qohélet, el viejo Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz” (capítulo III, versos 1-8, traducción del hebreo dirigida por Luis Alonso-Schökel, S.J., Nueva Biblia Española).
 Sigamos con Publius Vergilius Maro, Publio Virgilio Marón, el divino y latino Virgilio, en esa obra inmensa y sublime, Las Geórgicas. En la parte del extensísimo poema que el autor dedica a la cría y a la utilización de los caballos, hay un verso famoso: Fugit irreparabile tempus, huye irreparablemente el tiempo, el tiempo pasa y no podemos recuperarlo.
 Sigamos con el doctor de la Iglesia san Agustín, obispo de Hipona (la antigua Hippo Regius, en el norte de África), un genio intelectual. Escribe, en las Confesiones, me parece, lo siguiente (cito de memoria, nada más): Si no me lo preguntan, tengo idea clara de lo que es el tiempo; pero si me lo preguntan, no soy capaz de explicarlo.
 Continuemos con el Manco de Lepanto, don Miguel de Cervantes Saavedra. En la mansión del duque, este personaje, o don Quijote -no recuerdo cuál de ellos y no pude encontrar “el capítulo que vos hallaredes que se escribe”- (como anota don Miguel de Una- Mano en el prólogo), uno de los dos cita un mote que circulaba en España y que dice así, con inspirado acento: “ Si mi fue tornase a es, / sin esperar más, será, / o viniese el tiempo ya / de lo que será después”. No es un galimatías, es la expresión más lograda del vínculo entre el ser y el tiempo, un prodigio monumental de filosofía. En efecto, las inflexiones del verbo ser atraviesan el tiempo: pasado (“fue”), presente (“es”), futuro (“será”);  el ser se despliega a lo largo del tiempo, y el tiempo se constituye sobre el ser.
 Siglos más tarde, en el XX, el filósofo existencialista alemán Martin Heidegger publicó su libro más leído, estudiado y comentado, Sein und Zeit, Ser y tiempo. Todo un volumen para examinar esa relación, que la sabiduría popular española y la de Cervantes condensaron en una estrofita.
 Todavía en el siglo XX, mi abuela materna y un inolvidable párroco de Salamina me enseñaron el valor del tiempo. Pero no olvido lo que me dijo un día mi papá. Él era estudiante de bachillerato en el Colegio de Cristo, el de los Hermanos Maristas, en Manizales. El profesor de Filosofía era el padre López Grajales, quien enseñaba a los estudiantes lo que es el tiempo. Decía mi papá que el padre de tal modo hablaba, gesticulaba y agitaba sus manos, que en todos los alumnos quedaba grabada con claridad la noción del tiempo.
 Bueno, después de esta interrupción, citemos a la “Ita”, mi abuela. Varias veces nos recitó, a mi hermano Arturo y a mí, cuando la afanábamos por algo, estos versos, que nunca comprendimos del todo: Al tiempo hay que darle tiempo, / que el tiempo tiempo nos da; / y el mismo tiempo nos dice / que él nos desengañará.
 Y al padre Selique, hoy monseñor Luis Enrique Hoyos, le oí en una homilía dominical lo más importante: “el tiempo es la moneda con la que compramos la eternidad”.
Jaime Pinzón M., presbítero

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